Por Dionisio Rodríguez Mejías.
6.- Piscinas y deportes.
Después de inaugurarse la “Zona Deportiva”, se incrementaron las visitas. Algunos parientes visitaban la urbanización semana tras semana, para jugar al tenis o darse un chapuzón en la piscina. En consecuencia, los resultados de ventas mejoraron de manera notable. La piscina medía unos veinte metros de largo por siete de ancho; en uno de los extremos tenía un metro treinta de profundidad, y se podía hacer pie; pero por el otro casi medía dos metros. Como no había depuradora, el viernes por la tarde se llenaba la piscina, se añadía medio cubo de cloro y, durante el fin de semana, no se cortaba el agua, para que todos se pudieran bañar el sábado y el domingo.
Las normas de uso eran inexistentes y la gente se zambullía en el agua, sin pasar por la ducha; sencillamente, porque nadie cayó en el detalle de instalar tan higiénico artilugio. Los críos se pasaban el día entrando y saliendo del agua completamente desnudos. Los que no sabían nadar se situaban en la parte menos profunda y utilizaban, como flotadores, cámaras viejas de coche o de camión, mientras los mayorcitos hacían competiciones de saltos, velocidad, inmersión…, etc.
Las señoras accedían por la parte menos profunda, braceaban un poco, daban unos saltitos y, poco después, salían del agua y se tendían al sol sobre las toallas para colocarse los rulos en la cabeza, luciendo sus vistosos bañadores. A finales del verano, la piel de los críos estaba renegrida por los pertinaces rayos del sol de la montaña, y la familia regresaba a Barcelona con su espléndida cosecha de tomates, calabacines, patatas y judías verdes para presumir ante los vecinos y las amistades.
Pero si curioso era el ejercicio de la natación, no lo era menos la práctica del tenis. Los parcelistas no tenían más conocimientos sobre el deporte de la raqueta, que los que habían aprendido de Juan José Castillo en sus retransmisiones sobre los manolos: Santana y Orantes. Los jugadores de EDÉN PARK no eran tan ágiles ni flexibles como sus ídolos, pero era innegable su afán de lucha y el tesón que demostraban. Para restablecer el desgaste físico que toda exigencia deportiva conlleva, antes de dirigirse hacia la pista, se despachaban un par de huevos fritos con torreznos, acompañados de unas rebanadas de pan con tomate, media botella de vino tinto y un generoso carajillo de ron Pujol. Luego, con mucho protocolo, encendían una “faria”, cogían las raquetas (dos casi siempre) y, disfrutando del aromático humo del cigarro, se dirigían a la recién inaugurada instalación.
El saludo entre los contrincantes casi siempre empezaba con frases de doble sentido.
―Buenos días, Mariano. ¿Tienes pelotas?
―No me jodas. Ya sabes que mis pelotas son cojonudas. A ver las tuyas.
El compañero mostraba el bote con las bolas, y Mariano las palpaba, las botaba en la pista y hacía el sarcástico comentario.
―Las encuentro un poco fofas y sin peso; debe ser que no las usas demasiado.
Tras unos minutos de satírica conversación, y tras un breve peloteo en el que la bola apenas superaba la red un par de veces, empezaba el partido bajo un sol agosteño hacia las doce de la mañana. No puede decirse que los jugadores lucieran una especial movilidad, ni un vistoso juego desde el fondo de la pista, ni un aceptable golpe de revés, ni que ensayaran una sola subida a la red, para definir con la volea. En cambio, valía la pena estar atentos a sus frecuentes altercados, cargados de pasión y controversia. La discusión sobre si la bola había botado dentro o fuera de la pista podía durar minutos; las voces de protesta llegaban hasta los últimos rincones de la urbanización y, casi siempre, algún espectador tenía que poner paz en evitación de males mayores. El partido, tal y como se entiende un partido de tenis, no existía. Tras una hora de ir y venir pegando pelotazos, sin ton ni son, los deportistas se estrechaban la mano, empapados en sudor, se daban un chapuzón en la piscina, cogían de la chabola unas cervezas, no demasiado frías por falta de hielo, y se iban a presenciar el sorteo que siempre resultaba un espectáculo.
Cada domingo, vendedores, propietarios y visitantes esperaban el sorteo como un acontecimiento. Aquella mañana se celebraba la fiesta de san Antonio de Padua, había llovido la noche anterior y la temperatura era muy agradable. Paco se había convertido en un auténtico prestidigitador y al sorteo acudían casi todos los parcelistas que disfrutaban del fin de semana en EDÉN PARK. Cumpliendo con su papel de nuevo jefe de ventas, Paco se colocaba en el centro del corrillo, saludaba a los presentes, y dejaba el televisor sobre la mesita. Sonaban los primeros aplausos, empezaba el alboroto y, entre bromas y chascarrillos, una niña, guapita y bien vestida, ofrecía una bolsa a los clientes para que depositaran en ella las papeletas. Después de agitarlas debidamente, la niña cogía un boleto con los ojos cerrados y, por esos “caprichos del azar”, las cincuenta mil pesetas le tocaban al padre de la niña, que casualmente, se llamaba Antonio.
Otra prueba más de que los milagros no eran cosas del pasado. Se formaba la algazara de costumbre: el niño sonreía feliz y divertido; la madre elevaba los ojos al cielo en reverente acción de gracias; el padre no acababa de creer lo que estaba ocurriendo, y Paco le entregaba la opción de compra para que la firmara, mientras vendedores, parcelistas y visitantes lo felicitaban por tener una niña tan guapa y con tanta suerte.