Por Mariano Valcárcel González.
Suenan las campanas de las iglesias dando la hora. Las nueve de la mañana. Las campanas todavía tañen en nuestras ciudades y pueblos; las iglesias todavía perduran con su inconfundible aportación al paisaje.
Campanas e iglesias en mi ciudad. Marcando las horas y los tiempos. Algunos quisieron eliminarlas de raíz; desgraciados ineptos. No sabían (porque además nadie se lo había explicado con certeza) que eso era misión imposible, además de un crimen contra las personas, contra la libertad de pensamiento y culto, y contra el patrimonio y la cultura. Arrancar de raíz lo que perduraba tras muchos siglos, una demencia.
Que eso fue y es así lo demuestra, fuera de nuestras fronteras -por ejemplo en Rusia-, la resurrección y auge de su Iglesia ortodoxa en la actualidad.
Pero me voy alejando de mi meditación. Expanden las campanas sus acompasados golpes –tan, tan, tan…-, de tonos agudos o más graves, adelantando la calidad del metal en que están fundidas. Algunas son cantarinas y otras oscuras.
Las callejas de los barrios antiguos parecen pistas de transmisión sonora. Se diría que, como las calles están fundamentalmente vacías, las ocupan en su totalidad las notas de las campanas. El sonido de pisadas, que causan los autos que se pierden en los laberintos del mapa urbano ubetense, no amortigua ni sustituye al de las campanas.
La ciudad parece todavía en letargo en estas zonas. La periferia, los extrarradios, la zona industrial o de almacenes ya comenzaron a moverse; y las vías de entrada o salida empezaron, hace un rato, a soportar el auge de la circulación motorizada. Pero son ajenas al espíritu latente, viejo, que impregna todavía al casco histórico.
Antes de que sonasen las campanadas de las nueve, anteriormente, ya había trajín en los barrios y callejas medievales. En las entradas y salidas del -todavía no eliminado por completo- recinto amurallado. Eran los campesinos, “papihonrados” o aparceros, que se afanaban en sacar los mulos de sus casas, aparejarlos o cargarlos con los desmontados arados, cargarles los serones donde llevaban herramientas, agua, la barja… Salían por las calles estrechas, camino de las puertas tradicionales, por esas calzadas deterioradas, algunas todavía sin firme alguno, otras con chinos mal puestos y peor conservados… Maldiciendo, renqueando, perseguidos por el toque de las campanas que anunciaban una misa muy madrugadora y cruzándose con las beatas, oscuras, huidizas, sombras arrimadas a las paredes, que más que andar parecían deslizarse hacia la iglesia que anunciaba la misa matutina.
La suciedad, algo amortiguada por la voluntaria limpieza de las vecinas de cada calle, se acumulaba en ciertas partes, en especial en las que llevaban a los abrevaderos de las fuentes públicas, situadas estratégicamente en aquellas partes medianeras, entre lo que era la población y lo que era salida al campo. Las aguas fétidas desparramadas y las cagadas de los mulos, cabras y vacas componían una sinfonía de colores y olores que, en las horas de más calor, se podía encontrar con exclusivos espectadores y disfrutadores, las moscas y moscardones pertinaces.
Al campo iban aquellos hombres, horas enteras, jornadas completas y tremendas. Salidas y llegadas tras los sones de campanas, cuando el sol repartía apenas sus rayos horizontales. Juegos de sombras asombradas, tras esquinas y estrecheces, descansando a placer en los fondos de saco, trampas pretéritas para inadvertidos peatones que caían en ellas a merced de sus atacantes.
Las fuentes seguían y siguen manando, no a borbotones como se pueden encontrar en otras poblaciones -alegría del viajero-, sino con chorros medidos y pausados, que ya les es mérito soportar y sobrevivir a las atroces etapas de sequía que azotan a la ciudad con frecuencia. Allí se concentraban los animales que regresaban tras una agotadora y calurosa jornada, pequeños rebaños de ovejas o mejor de cabras, de vacas lecheras, los mulos o burros, todos al pilar abrevadero, a saciarse de agua.
Los chicos mirábamos -con curiosidad y, a veces, con temor- aquel conjunto de bestias y hombres ceñudos y curtidos, de pantalones de pana remendados por todas partes, con piezas de otros tonos y sus sombreros de paja bien calados o las boinas cochambrosas. También, los que no compartíamos la vida campesina nos acercábamos con bastante aprensión y ciertos remilgos a las vacas, que nos daban miedo. Pero eso era lo cotidiano. La sustancia de nuestra forma de vida.
Con las campanadas de las nueve de la mañana nos movíamos los chicuelos hacia las diversas escuelas, públicas o privadas. Los niños de antaño sabíamos andar, caminar por las callejas de la población, en las que además jugábamos. Nos desplazábamos solos -pese a nuestras tempranas edades- hasta los centros educativos, que -según fuesen- nos pillaban cerca o bastante alejados de nuestros domicilios. También nos desplazábamos hacia otros barrios, como si se tratase de territorios enemigos. El barrio era el referente patrio de cada uno.
La escasez de tráfico rodado hacía fácil y casi seguro lo anterior.
Todo evoca lo antiguo. Mis sueños me llevan a esas calles ruinosas, esas plazas apenas empedradas. Muros derruidos, casuchas apenas encaladas con meros toldos por puertas, suelos sucios y llenos de bostas (‘excrementos del ganado vacuno o del caballar’). Barro en las jornadas continuas de temporal de otoño o frío invierno. Nieves. Apenas unas luces en la oscuridad de las noches largas y mucho e inmisericorde sol en la plenitud del estío. Sueños, en los que el misterio de lo extraño constituía todo un programa de avance hacia la consolidación personal, de superación casi nunca cumplida de los retos que acechaban. Sueños que retornan.
Oigo las campanas de las iglesias que marcan las horas. Vuelven a mí los sueños de los espacios misteriosos y arruinados. El tiempo se revuelve en bucle insólito. Ya no se avanza: se retrocede.