Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- La detención de Soriano.
Al día siguiente, víspera de la festividad de los Reyes Magos, a primera hora de la mañana, Damián se presentó en comisaría.
―Buenos días, vengo a recoger un pasaporte.
Le pidieron el carné de identidad, lo entregó en ventanilla, y esperó a que el agente terminara de hacer esas meticulosas comprobaciones que tanto les gusta hacer a los policías. El funcionario abandonó su puesto unos instantes, hizo una llamada telefónica y, al momento, se colocaron a la espalda de Soriano dos guardias uniformados.
―¿Es usted Damián Soriano?
―Sí, señor. Soy yo.
―Pues queda detenido. Haga el favor de acompañarnos.
Como hombre experimentado en este tipo de situaciones, amagó una protesta, aunque sin exagerar.
―Perdonen, debe tratarse de un error. Solo he venido a recoger un pasaporte.
―Eso a nosotros nos tiene sin cuidado ―contestó uno de ellos con gesto avinagrado―. Lo que tenga que decir, se lo dice al comisario; y no me levante la voz, si no quiere que las cosas se pongan peor.
El comisario, un señor recio, calvo, bajito y malcarado, estaba leyendo unos papeles, cuando colocaron a Soriano detrás de la barandilla del recinto, vigilado de cerca por sus acompañantes. Preocupado, nervioso y con el susto que puede imaginarse, reaccionó echando mano de su natural ingenio y simpatía, en un intento de salir bien librado de la situación.
―Perdóneme, señor comisario; aquí debe de haber una confusión…
―Usted se calla y habla cuando se le pregunte. ¿Entendido?
―Sí, señor comisario.
―¿Es usted Damián Soriano Moreno; nacido en Las Planas del Cid, provincia de Castellón; de sesenta y dos años de edad, y sin profesión conocida últimamente?
Aunque intentaba aparentar serenidad, a Damián le temblaba todo el cuerpo.
―Sí, señoría; pero insisto en que debe tratarse de un error.
―‘Comisario’ ―corrigió el policía―; el trato de ‘señoría’ se lo guarda para cuando se dirija al señor juez.
―Perdone, pero insisto en que debe tratarse de una confusión. En la actualidad, trabajo como ejecutivo de ventas en Edén Park, una importante promotora de la que, sin duda, habrá oído hablar.
Con un gesto de infinita paciencia, el comisario sacó unos papeles de una carpeta con las tapas azules, se puso unas gafas muy pequeñas, y empezó a leer:
―En su juventud, cumplió año y medio de condena por practicar el tocomocho, el timo de las misas, y el Stradivarius. Más tarde le condenaron por abandono del hogar, le aplicaron la ley de vagos y maleantes, y pasó otros seis meses a la sombra. ¿Qué le parece? ¿Sigo leyendo? ¿Aún piensa que se trata de una confusión? Y, en la actualidad, le reclama un juez de Alicante por pagar un coche de segunda mano con talones falsos. ¿Qué tiene que alegar? Y, dígame una cosa: ¿adónde quería ir con el pasaporte? ¿Eh?
Hecho un flan, Soriano bajó la cabeza y, en voz muy baja, se dirigió al comisario:
―Estaba decidido a encarrilar mi vida; hace poco he conocido a una buena mujer por la que había decidido enderezarme y trabajar honradamente. Se lo juro.
―Un poco tarde para el arrepentimiento. ¿No le parece? Pero más vale tarde que nunca; y bien está lo que bien acaba.
Echó un vistazo a los dos policías que lo custodiaban y les ordenó:
―Háganse cargo de él. Yo voy enseguida.
Y, en un detalle de sincero afecto por el detenido, añadió:
―¡Ah! Y no le pongan las esposas. Los tipos como este te pueden quitar el reloj sin que te enteres, pero son incapaces de matar una mosca.