Por Mariano Valcárcel González.
Miro una botella de vino blanco que acabo de comprar y pone “Verdejo, año 16”, con denominación de origen.
Ahora a los vinos, como al aceite, cuanto más se les añada calificándolos o describiéndolos parece ser que les da ya de por sí mejores cualidades y virtudes. Puede ser.
Recuerdo que en mis años de existencia iniciática, en mi pueblo se bebía fundamentalmente vino blanco. Manchego, para más señas, que a granel lo traía Taravilla en barriles y allá me mandaban mis padres cuando querían variar de género, que el común era comprarlo donde la bodega de Lozano que te lo servían de unas tinajas en cuartillos, medios o litros. También, claro está, se embotellaba el blanco en botellas de a litro (como algunas que aún sobreviven de esa capacidad) y en botellas de a litro lo pedíamos en el “De aquí no paso” –un kilo-. Pedíamos, y alrededor de un velador nos colocábamos varios amigos a repasarle de paso los temarios a uno que quería hacer las oposiciones de cartero (no tuvo suerte).
También alrededor de una pared, más bien adosados a la misma, sentados en bancos corridos, o en sillas de madera plegables y mesas de lo mismo y ya muy marcadas por los mostos derramados, se encontraban los abuelos y otros camino de lo mismo en las tabernas, lanzándose a la boca el chorrete de blanco metido en botella con caña para escanciarlo; los muy veteranos se llevaban en el bolsillo la tapa correspondiente, un tomate y un puñado de sal para aliñarlo, un paquetillo de avellanas tostadas de Esteban, algún arenque bien liado en papel de estraza y ya preparado para degustarlo…
Eso sí que eran tabernas de las buenas y sin falsificar. Porque las tabernas no eran bares; nada de eso. Las tabernas eran catedrales del vino, donde oficiaba el tabernero tras su mostrador y acudían los fieles dispuestos a cumplir con la cita y el rito. Eran lugares proletarios y no tenían pretensiones. Un bar era ya otro nivel; por la ubicación y estructura del local, por el contenido y la variedad de bebidas, de tapas, los cafés incluidos y hasta otras características que los hacía muy diferentes a las tabernas (al menos en general; que existían los transgéneros o los de definición indefinida, o los que tenían pretensiones de ascenso).
Como pasaba con el Monterrey, el de los portalillos de la Plaza Vieja. Era un bar‑cafetería con más pretensiones que realidad; pero en el mismo se adjuntaban los señoritos de medio pelo (o ninguno, pero también con pretensiones), los de pelo entero y pelo en pecho, los limpia, que había dos, o el Nalgas, mozo de cuerda pero más de cepa, los gitanos de tratos indefinidos arrimados a los anteriores, quienes tenían que citarse en lugar perfectamente localizable, los mocitos que querían parecerse a los mayores e incluso ya se vestían con traje dominguero, las mocitas que allá quedaban con ellos, los viajantes, los que querían preparar el terreno para un timo…, en fin, un mundo pueblerino sin ganas de aparentarlo. Era un bar, no una taberna.
Ahora resulta que hay locales que se titulan tabernas, pero no lo son, al menos como yo las conocí. Pretenden ser lugares de sensaciones exquisitas; no comercializan cualquier tipo de producto, ¡qué va, todo de marca o de diseño! Así que si uno se mete en estos locales ya sabe que se le ofrecerá vino bien etiquetado y prestigioso, o cerveza o licores de gama que pretenden serlo alta; y, respecto a lo que se coma, todo será de degustación, fino desde luego pero no solo metafóricamente, sino que siempre será minúscula la cantidad. Pero habrá que poner cara de ¡oh, may god!, acompañando con los ojos en blanco (más que por nada para que no te consideren un castrojo).
El vino se mutó hace años de blanco a tinto, que es el que ahora predomina, pasando por unos años de moda de los rosados. Hasta los de Valdepeñas hubieron de hacerse a la moda, que de los blancos dominantes antaño elaboran también tintos. Y cambiaron las crianzas, que esos blancos antiguos lo eran en grandes tinajas de barro o metálicas, donde fermentaban; y ahora los tintos han de ser de barrica, si quieren tener categoría.
No obstante, observo que vuelven los blancos bajo esa calificación de verdejos, que debe ser la buena, aunque aparte de los manchegos ya sabíamos de la existencia de los blancos albariños o ribeiros gallegos, afamados ellos. Está claro que el blanco es en apariencia más ligero y fresco, más suave a beber; pero, al fin y al cabo, alcohol es y tiene sus efectos; los veteranos, cuando el tabernero les preguntaba si querían el vino fresco o natural, contestaban invariablemente:
—Frío no, que pierde grados.
Se hace una recomendación distintiva para el vino que debe acompañar a las comidas, blanco o tinto, según la clase de estas; pero a mí no me parece tan importante, al menos, como para tomarla de forma radical. Porque, antiguamente, nos daba igual lo que comiésemos: siempre era con vino blanco.
Cuando no nos habíamos vuelto tan entendidos, o gilipollas, ligábamos con las muchachas a veces, bebiéndonos un kilo en La Cueva Árabe, acompañado de morcilla en caldera o verdaderas cortezas de marrano… ¡Eso sí que eran exquisiteces y no las mariconadas actuales! Y no hacíamos botellón.