Por Dionisio Rodríguez Mejías.
VII
1.-El dulce sabor de la victoria.
Cuando llegamos con las cincuenta mil pesetas de la paga y señal, en el despacho solo estaba Paco ‑el jefe de ventas‑ y otros dos vendedores, que no tenían demasiada prisa por llegar a casa. Entregamos el dinero, me felicitaron efusivamente, y el señor Bueno dijo que ya sabía él que yo tenía madera de vendedor. Por primera vez, me sentí emocionado por las continuas muestras de admiración de los compañeros, aunque tenía muy claro que mi hazaña solo era fruto del azar. Pero los demás, como si se tratara de un acontecimiento excepcional, insistieron en que aquello había que celebrarlo.
Mientras tomábamos el ascensor, iba pensando si nuestro cerebro puede mantener a raya el aluvión de sensaciones que pugnan por salir al exterior, y aún me pregunto si la mente humana es capaz de evitar que, en determinadas situaciones, el corazón se dispare loco de alegría. Yo creo que no. Cuando acabas de lograr una hazaña singular, un éxito inesperado, y toda tu alma está saltando por dentro, es imposible substraerse de las emociones.
Confieso que, hasta aquel día, el dinero jamás había ocupado el primer lugar en mi escala de valores. Es más, detestaba a las personas que, como Manubens, hacían del dinero su razón de ser, amparándose en la creencia de que una buena cuenta corriente nos convierte en personas libres y felices. Yo solo aspiraba a vivir tranquilo, cumplir con mi trabajo, sacar adelante mis estudios y llevar una vida sin excesivos sobresaltos; pero, por una de esas misteriosas bromas del destino, el señor Recasens me había convertido en una especie de superhombre. Incluso Paco me llegó a decir:
―Tío, no sé cómo lo has hecho; pero me lo tienes que contar.
Me quedé anonadado. No pude evitar replicarle al instante:
―¿Pero tú sabes lo que dices? Vender esas parcelas ha sido un puto churro; una casualidad. El cliente apenas me ha prestado atención y casi no me ha dirigido la palabra en toda la mañana.
―¡Anda, ya! En la venta no hay casualidades, tío. Algo debes de haber hecho bien, para infundir tanta seguridad a tus clientes. O sea, que no le digas a nadie lo que me acabas de decir, si no quieres que se rían de ti. ¿Vale? Porque, aunque tú no lo creas, y a pesar de las voces y el griterío, las únicas parcelas que se han vendido esta mañana, han sido las dos tuyas y la que le hemos endosado a ese infeliz al que le ha tocado el sorteo. ¿Lo entiendes ahora?
Debió de ver mi cara de sorpresa, porque me aclaró la situación.
―Sí, señor. Todo lo demás…, las llamadas al señor Bueno ‑«Por favor» y «Cuando pueda»‑, las voces diciendo que aquel terreno era propiedad privada…, todo era un camelo, un puto montaje, un espectáculo ensayado al detalle para animar a los indecisos. ¿Lo empiezas a entender?
Acabamos como de costumbre en “Los intocables” y, por primera vez en mucho tiempo, el señor Bueno modificó su habitual manera de actuar. Pidió cerveza para todos y pagó él, sin que nos jugáramos a los chinos la consumición. A la segunda cerveza, empecé a sentirme mareado y traté de abandonar aquel improvisado homenaje, para marcharme a descansar; pero Paco me cogió del brazo y me obligó a subir a la moto.