Crónicas de la soledad, 02

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

—Ponles otra ronda a esos.

El tabernero, displicente, hace que va hacia dos que hay en el rincón de la barra y que les indica lo mandado. Vuelve.

—No, que dicen que ya se van.

No hay un «gracias»por parte de los invitados, ni siquiera una mirada de reconocimiento. Ni miran.

Se encoje de hombros. Ya está acostumbrado a estos desaires. Sigue elevado en la banqueta, los codos sobre el mostrador y el tercio de cerveza entre las manos. Pide una tapa.

Sigue pensando en sabe qué, si es que ya se atreve a pensar. La vida puede ser tan cruel que pensar se convierta en un suplicio, en algo maligno y peligroso. Pensar puede llevarnos a la muerte. Por eso no quiere pensar, pero…

Ahí anda, como tantas veces, dándole vueltas a la cerveza entre las manos hasta que la llega a calentar. Porque beber no bebe a tumbos, como el clásico alcohólico, no necesita acelerar el efecto sedante del líquido, prefiere que cada cosa vaya a su tiempo y la calma y el sosiego que le producen unas cervezas le van envolviendo poco a poco, hasta que ya considera que está bien, que es hora de marcharse. Además, con las tapas consigue otro efecto, que así no tiene que guisar, que prepararse nada para comer; es de poco yantar. Es un pajarillo. Sí, lo es.

Ahí colgado en la banqueta, con su chaqueta y su corbata en la camisa de todos los días, sus pantalones, de todos los días, sus zapatones desgastados pues…, sí, son los de todos los días. El pelo crespo, duro como las leznas, que ya le es blanco. Y esa cara ambigua, ni sí ni no, que se contrae en un rictus despectivo tal vez siguiendo el hilo de esos pensamientos que quiere evitar. Es un triste pajarillo que ya no canta, que no supo cantar realmente. Sin nido, ni polluelos a los que atender. Por eso invita.

Ahora se mantiene con una pensión por jubilación, justa para subsistir. No le tiene que pedir nada a nadie, salvo un poco de atención, que ya del cariño ni hablamos. Logró trabajar en el servicio municipal de limpieza, gracias a unas gestiones oportunas, y se mantuvo muchos años en el tajo, que no se dio de baja nunca. Hacía su recorrido, con su carro y sus escobones, según se lo asignaban y ni se quejaba ni andaba en continua demanda; por ello, sus compañeros terminaron aislándolo, que no era apto para protestas o reivindicaciones y, total, para lo que hablaba…

Ya le habían pegado alguna vez, cuando bien de mañana se trasladaba a su tajo o cuando regresaba del mismo. También llegándose a la casucha donde vivía, en las afueras, casucha desvencijada que necesitaba un derribo más que otro apaño, pero para lo que pagaba… La luz y el agua y el butano, lo demás no era cosa suya ni de nadie, que aquella casa pareciera no haber pertenecido nunca a nadie, pues quien se la dejó había muerto muchos años ya y nadie se dio por enterado, ni de su muerte ni de sus pertenencias (que se reducían a lo que quedaba dentro y al garito). Sí, ahí le esperaron alguna vez algunos niñatos con ganas de meterse con los desvalidos, los indefensos, los diferentes a sus cazurros padres… Le tiraban piedras a la casa o incluso, los más grandes, se le acercaron para darle con algún palo o unos puñetazos o patadas.

Soportaba esas ofensas y sus consecuencias sin enfrentarse ni protestar. Las aguantaba, se metía en la casa, se lavaba las heridas y los desollones y trataba de dormirse, bien atrancada la puerta. A la mañana, temprano, salía hacia la nave donde le esperaba el carro y los escobones y lentamente iniciaba el desplazamiento hacia donde debería limpiar. A veces algún compañero, o compañera las más, advertían los moratones o las heridas en la cara y trataban de averiguar el qué, el cómo, el dónde, que no el porqué, que lo sabían, y le instaban a denunciar a los culpables sabiendo de antemano que se negaría en redondo. Terminaron por no hacer caso ya de tales incidentes.

Mientras su compañero vivió en la casucha la vida, si no extraordinaria, sí al menos fue llevadera y hasta rápida de vivir. Se pasaban los días con aceleración inusitada, porque siempre había algo que hacer y en lo que afanarse. No lo era menos la situación de aquel, que supuestamente ejercía de mozo de cuerda tras dejar lo de limpiabotas, porque ya nadie se limpiaba los zapatos. Arrimado al fantasmal señoriteo, especie de cafés y lupanares, sacaba algunas perras a cambio de adulaciones y encargos más o menos ortodoxos. El coñac le iba disolviendo las entrañas hasta el final. Se entendían los dos y, aunque alguna vez el alcohol les jugó alguna mala pasada, las aguas pronto volvían a los cauces admitidos. Cada uno sabía del otro y se respetaban. El instinto de protección mutua, de seguridad, los mantenía unidos. Cómo se conocieron ya ni se acuerda, una casualidad, una coincidencia… Lo cierto es que en la casita se ubicó, haciendo vida de pareja.

Cuando ello se acabó, el vivir diario se tornó más agreste, más duro. Todo se quedaba dentro de la casa y de su mente. Todo se mantenía a resguardo. Por ello, a veces necesitaba, aunque fuese invitando a alguno, sentirse que pertenecía a los demás, que vivía entre personas igual que él… ¿De veras, igual que él? ¿Quién era él? ¿Qué era él? ¿Era él…? O ello o, en realidad, ELLA.

Encima del taburete había un hombre de pelo corto y crespo tomándose una cerveza. Tenía un DNI que lo identificaba; no, LA identificaba. Ahí ponía un nombre de mujer y supuestamente había un retrato de mujer. Pero NUNCA se sintió ni fue mujer.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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