Por Jesús Ferrer Criado.
Los jubilados españoles viajan mucho a través del IMSERSO. La cosa se llama TURISMO SOCIAL y dicen los mal pensados que, en realidad, se trata de un invento para poner en movimiento a los pensionistas ‑alejándolos de la seguridad de su hogar‑, subirlos en algún transporte y esperar a que providenciales accidentes se encarguen de aligerar las cargas del Estado. Así que mientras esperamos que algún lumbreras del Ministerio se atreva a organizar cruceros de ganga en patera, los jubilatas viajan mayormente en autocar.
Sea como sea, es un hecho que cientos de miles de criaturas ‑al borde de su propia extinción‑ se ponen, cada año, en manos más o menos expertas, para conocer de viejos lo que debieran haber disfrutado de jóvenes. Viajes de bodas que, en tiempos, fueron excursiones de una noche a una pensión de tercera ‑o quizás, ni eso‑, queremos compensarlas ahora con una semana en Benidorm ‑en temporada baja, claro‑, en régimen de pensión completa, cena con baile, bingo y animadora.
Cuando llega el momento de emprender ese viaje, o sea la aventura de su vida ‑sobre todo si es la primera aventura de su vida‑, hay un protocolo obligado que es hacer la maleta, lo que incluye una de las grandes cuestiones de la vida y que cada cual soluciona como puede: ¿Qué echamos en la maleta?
Lo que nuestros intrépidos viajeros ponen en la maleta se desvela posteriormente en la pintoresca indumentaria que lucen esos grupos inconfundibles que, en manada, se dirigen a la Alhambra o desembarcan de un autocar en San Lorenzo del Escorial, o sea, mucha gafa de sol, sombreros de los “chinos”, ropa de colorines, etc. Todo muy juvenil. ¡Ah!, y el Smartphone.
Antes de dejar su casa, la señora ha dedicado muchos días a limpiarlo todo escrupulosamente, como si esperara a la Reina de Inglaterra. Pero no es eso. La señora no quiere ni pensar que alguien entre en su casa durante su ausencia y la vea desordenada o sucia. Tiene que ser muy duro volver de Benidorm, encontrarse la puerta forzada y una nota cruel sobre la mesa del comedor: «Señora, somos un par de ladrones que hemos venido a desvalijar su casa y que, ante el deplorable estado de la misma, hemos decidido, por dignidad, abstenernos y dirigirnos a otra casa más… ordenada. Le dejamos 200 euros para que arregle la puerta y contrate una limpiadora».
Así que para ver una casa de jubilados bien ordenada, las camas perfectas con su colcha bordada, la cocina recogida y limpísima, sin nada por medio, los cubos de la basura vacíos, los suelos brillantes, los cristales impolutos y todos los muebles, sillas y demás en sus sitios correctos, lo mejor es mandar a la pareja a ver mundo. Tiene alguna relación con el dicho tantas veces oído a las mamás: «Niña, cuando salgas de casa, ponte siempre bragas limpias». Y es que nunca se sabe.
A la hora de hacer la maleta, hay dos actitudes extremas: la de aquellos que todo lo que echan les parece poco y la de los que, por vagancia o providencialismo, irían con lo puesto y poco más. Éstos últimos son mayormente jóvenes a quienes todo los da igual y con un macutillo a la espalda se van, por ejemplo, a Nepal, sin ir más lejos.
Naturalmente la mayoría de la gente adopta una actitud intermedia; pero los jubilados acostumbran a llevar unos maletones tremendos; eso sí, con ruedas.
Efectivamente, la mayoría de los jubilados pertenecen a la especie denominada los “por si acaso”. Este tipo de viajeros, cuando prepara la maleta, se pone sistemáticamente en lo peor y piensa que, por improbable que sea cualquier aciaga posibilidad, lo más seguro es que le caiga a él encima. Es la clase de gente que se lleva unas botas de agua, no sea que durante la semana de julio, que pasará en Almería, descargue uno de esos tremendos aguaceros tan frecuentes (?) en la zona. También existe el subgénero fantasioso, cuyas expectativas irracionales y maravillosas le llevan a incorporar a su equipaje sus mejores galas y los aditamentos más refinados.
Los “por si acaso” llevan de todo: medicinas variadas, lociones, recetas, teléfonos de urgencias, linterna, navaja multiusos, brújula, lecturas diversas, bolsa de agua caliente, linimentos, cremas para el sol, cámara, etc., etc. Su maleta es un bazar chino.
De la jubilada “por si acaso”, es mejor no hablar. Tres cuartas partes de la maleta son suyas ‑proporción que se mantendrá en el armario del hotel‑ y, cuando se instale en el baño, lo convertirá, en cinco minutos, en un camerino de Hollywood: maquillajes y desmaquillantes, perfumes, desodorantes, barras de labios, colorete, lápices y sombras de ojos, polvos, cepillos, colutorios, lacas…
Imagina, además, que, en la semana que van a pasar en Benidorm ‑fuera de temporada, ojo‑, van a vivir experiencias fascinantes para las que hay que ir preparados. No descartan bailes de sociedad, alguna cena de gala o un paseo en yate. Y lo más seguro es que haya comprado ropa adecuada para esa eventualidad. Y, luego, está la comparación ineludible con el resto de señoras: «A ver si van a ir todas de punta en blanco y yo de trapillo. ¡Que la gente es muy mala!».
El espectáculo de ciertas señoras, entradas ya en muchos años y muchos kilos, haciendo equilibrios sobre tacones de aguja es realmente penoso; pero ellas disfrutan así. Que, “Para presumir hay que sufrir” es un dogma en el que ellas creen a pies… torturados.
El “por si acaso” lleva media casa encima y se pasa el viaje lamentando haberse dejado la otra media. No parece que vaya de viaje; parece que se muda.
—¿No tendríamos que habernos traído el ventilador? Ya verás cómo pasamos calor en el hotel.
—Pero, ¿no es de cuatro estrellas?
—¿Y qué? ¡Ah!, y otra cosa que se nos ha olvidado ha sido la almohada viscoelástica. Y la vamos a echar en falta, ya verás.
—No, no se me ha olvidado, es que no cabía. Como te pusiste tan pesado con que echara la tiorba.
A todos estos les vendría bien aquel sabio consejo: Cuando hayas terminado de hacer la maleta, saca la mitad de las cosas y coge el doble de dinero.