Todo ha evolucionado en este campo gracias a la Revolución francesa, que trajo adelanto (y también mucha destrucción). Nos habla del diseño que hizo una escuela de ingenieros francesa del paso del Despeñaperros; pues, entonces en España, no teníamos aún escuela de este tipo, pues empezó en 1850. Entonces, los constructores eran maestros de obras, canteros, etc. Y nos gasta una broma diciéndonos: «Son las doce y media y estamos acabando…».
En el siglo XVI, ya se va usando el papel y no el pergamino y, aunque algunos creen que están escritos en árabe, es ya castellano. Pregunta Ramón si conocemos la palabra “tiritaña” (‘tela endeble de seda’) o “pecio” (‘nave que ha naufragado’) y las explica. Todo lo que saca de protocolos es con dibujos.
Habla del sistema de escritura gótico y la escritura de nota rápida. Por entonces, todo era manuscrito y se hacía deprisa. Lo hacen así en los protocolos: cuanto más ocupaban las letras, más cobraban los copistas; al igual que hacen hoy en día los notarios o registradores, basándose en las leyes vigentes.
Se aprecia que Ramón Beltrán sabe mucho sobre el Renacimiento, pues comenta con gran desparpajo la época en que se edifican monumentos, y explica cómo funcionaba el derecho romano y la escritura que tenían los francos: gótica y carolina…
Le gusta decir muchos titulillos, proverbios, chistes, cuentos, etc. «Ya ni entiendo hasta la misma letra», decía el mismo que la escribía. También recuerda lo que decía Borges: «Se escribe para recordar». Y analiza el proceso de la lectoescritura: no vamos leyendo letra a letra, pues el lector hábil da tres golpes de vista por renglón. La historia de la escritura empieza siendo un pictograma, por lo que se escribe poco, solo el símbolo que evoca la palabra; seguidamente, el procedimiento es el sonido, que no evoca la imagen sino el silabario (como después sería la taquigrafía); al final, es reproducir la escritura.
Habla de la novela El nombre de la rosa, donde iban leyendo en un lugar o estancia distinta para poder hablar, haciéndolo en voz alta, diferenciándolo del lugar donde estaban los libros en la biblioteca.
Ahora se va llegando al fenómeno contrario; y comenta, un profesor de música del público, lo que dice a sus alumnos «que lean cantando la música». «No como hoy en día: que leemos sin vocalizar y buscando solamente el significado», remata Ramón. Ahora nos estorban las letras y, por eso, volvemos a los pictogramas (cual proceso inverso), como las señales de tráfico en las carreteras, pues ya ni leemos. Así, si te mandan muchos emails o whatssap al final ni los lees, pues hoy los textos deben tener, como mucho, 10‑12 líneas, no más. No sabemos si el arte de leer, como lo entendemos ahora los mayores, se perderá como deleite; al igual que escuchar la música, que es un placer. Lo mismo pasa con la novela y los novelistas que van construyendo diversos capítulos para parar y descansar; por eso, la literatura actual es menos profunda y más superficial. Hoy en día, mucha gente no aguanta una historia larga, ni estar en un concierto largo rato.
Lee y enseña varios protocolos con dibujos. El primero, de la cárcel de Úbeda: «La mujer de Manuel, que trabaja de puta pública…»; y todos ríen, como niños o adolescentes. El segundo, «Heridas de un navajazo en la puerta de Toledo de Úbeda», que hasta viene dibujada la faca como testimonio. Y dice dos dichos graciosos que el público pide repetir, pues son muy elocuentes: “Es tonto de natura, quien no entiende su propia escritura”; “Mano sobre mano, como mujer de escribano”.
En estos protocolos, hay novelas e historias de calado que están a la espera del sabio y paciente lector, ratón de protocolos (que no de biblioteca), que puede reescribirlas casi al pie de la letra. Presente está Juan Barranco, que sigue explorando esa vía investigadora. Lee también un protocolo de unos ciegos de Granada y de una muchachita que traían, que bailaba para amenizar mejor su espectáculo declamatorio, y que los vecinos de Baeza le tiraron piedras, saltándole a ella un ojo; y como el juez de allí exoneró a los causantes, argumentando que si los ciegos no cantasen loores patrióticos a la Constitución de entonces, en lugar de hacerlo a la Virgen, nada hubiera pasado. Menos mal que se enmendó el entuerto, al ser recurrido ese mandamiento judicial, al protestar los ciegos a un juez de Úbeda, quien empapeló a su homólogo de Baeza. ¡Algo insólito para la época…!
Cuenta la anécdota del archivo de Simancas: La orden que da Felipe II de que nunca se entregue el documento original: «Si bien, podéis contentar a las partes que os lo demanden diciendo que se está buscando», y así se lo escribe el rey al primer Ayala, archivero de Simancas.