“Barcos de papel” – Capítulo 19 a

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

1.- La fiesta.

En verano, recuperé las clases particulares para tener ocupadas las mañanas, y dedicaba las tardes a preparar el examen para el permiso de conducir. Me matriculé en la Autoescuela Paralelo, me compré el Código de la Circulación y, durante tres cuartos de hora, recorría el Circuito de Monjuich con un instructor de Huesca que se ponía como un puma, cuando me equivocaba en meter una marcha o el coche se me calaba. Al terminar, tomaba el 57 en la plaza de España y acababa en el café de Saturnino, en donde me esperaba mi amigo “El Colilla”.

Aquella tarde, la pensión tenía el aire melancólico y tristón de los fines de semana. Sólo oía el molesto ruido de las motos y los balonazos de los críos que jugaban al fútbol en la plaza. ¿Dónde se meterá la gente los sábados por la tarde? ‑pensé‑. No quedaba nadie: Pepita y el señor Sindreu, estaban en Altafulla; Balastegui concentrado con el R.C.D. Español en el Pirineo; las primas, en las fiestas de Gracia; y Olga se había marchado a un pueblo de la provincia de Teruel con Mari Luz, su compañera de trabajo. Costaba trabajo creer que estuviera viviendo en una ciudad tan bulliciosa como Barcelona. A eso de las cinco, Catalina se asomó al hueco de la escalera y me dijo a voces que me quedaba solo y que cerrara con llave cuando me fuera. Se oyó un portazo y luego el silencio. No tardó demasiado en ponerse a llover, como solía ocurrir la mayoría de tardes de aquel agosto, confuso y caprichoso.

Sonó el teléfono del pasillo y corrí a cogerlo con la esperanza de que fuera Olga. Echaba de menos la música del tocadiscos, el ruido de la ducha y su taconeo alegre y ligero que me anunciaba cuándo entraba o salía de la habitación. Pero no era Olga; se trataba de Roser, que llamaba para preguntarme si me gustaría acompañarla a una fiesta que celebraba una amiga suya en un piso de la calle Amigó.

—De acuerdo. ¿Dónde quedamos?

—Podemos vernos a las ocho, en la terraza del Sándor y, desde allí, vamos dando un paseo. ¿Qué te parece?

—Muy bien. ¿Qué quieres que compre?

—¿A qué te refieres?

—Pues que si hay que llevar alguna botella de ginebra o de coñac…; en fin, que si tenemos que colaborar con algún detalle.

—No te preocupes. No hace falta que traigas nada.

—Entonces, hasta luego. Gracias.

Cerré la puerta con llave como había dicho Catalina, me fui al bar y cometí la torpeza de contárselo a “El Colilla”, que ‑haciendo gala de su desparpajo singular‑ se ofreció a acompañarme. Me negué, por miedo a que organizara un sarao de los suyos en cualquier momento y tuve que soportar sus inevitables quejas.

—“Mosquito”, tú sabes que yo soy un tío muy serio cuando me lo propongo.

—No te esfuerces, Emilio, que nos conocemos. No me tienes que convencer.

—Eso lo dices con retintín.

—Eso lo digo porque es así. Emilio, permíteme una pregunta. ¿Debería presentarte como un amigo, como jefe de ventas de Lamder, o como auxiliar de farmacia en Cornellá? ¿Eh? Anda, hombre di algo. Y otra cosa. ¿Alguna vez me llamarás por mi nombre o seguirás llamándome como siempre?

—No eres bueno, “Mosquito”. Eres rencoroso y vengativo. Aunque lo tengo merecido por preocuparme tanto de los demás.

Cuando estábamos solos, a “El Colilla” no le molestaba reconocer sus embustes y sus líos. Incluso le gustaba celebrar mis ocurrencias y, a veces, me costaba adivinar cuándo hablaba en serio, en broma; o cuándo terminaba de contar un asunto y empezaba con el siguiente. Pero no quería que se animara y lo corté en seco.

—Además, tú allí no conoces a nadie.

—No me jodas, “Mosquito”. A ver si ahora resulta que tú eres Jaime de Mora y Aragón. No conoceré a nadie, pero he vivido mucho, soy un tío alegre y divertido, y conozco la vida mejor que tú.

Traté de hacerle comprender que Roser y sus amigos no eran como las modelos que me había presentado cuando llegué, y le recordé algunas de sus faenas.

—Pero cuando llegaste al colegio más asustado que un ratón, te libré de muchos disgustos y me comía tu bacalao de los domingos porque no te gustaba. ¿Y la cama? ¿Quién te enseñó a hacer la cama? ¿Eh? ¿Ya se te ha olvidado? Además, lo importante en las fiestas no es conocer a la gente cuando llegas, sino cuando te vas. ¿Lo entiendes? Yo caigo bien, porque soy extrovertido y tengo buen humor. ¿No? Siempre te he dicho que a mi lado llegarás muy lejos. Claro, que si no quieres… Piénsalo.

Me preguntaba cómo podía tener la cara tan dura; pero, en el fondo, me hacía gracia su habilidad para tocarme el corazón. En tono complaciente y a modo de disculpa, le expliqué que era la primera fiesta a la que asistía, y que yo era sólo un invitado más; pero que si de verdad estaba interesado en venir con nosotros, lo preguntaría y, en próximas ocasiones, me podría acompañar.

—Yo lo único que quiero es que cuentes conmigo. De alguna forma, tienes que corresponder a mis desvelos, ¿no? Y que sepas que me alegro mucho de que alguna chica te empiece a valorar. Nunca he dudado del éxito de alguien tan inteligente y tan bien plantado como tú.

—Venga, hombre. No hace falta que me des coba. Somos amigos y yo te ayudaré en lo que pueda, como haces tú conmigo. Lo sabes de sobra.

—Oye, “Mosquito”: estoy pensando una cosa. ¿Por qué no organizamos fiestas para solteros y beatas desahuciadas? Podríamos aprovechar los fines de semana, que no queda nadie en la pensión: los citamos en la puerta de la iglesia, para causar buena impresión, y después… ¡La fiesta! Cobramos un donativo para la Virgen y, si alguna pareja se acaba casando, hablamos de milagro y nos forramos. Seguro que Catalina estaría encantada. No lo tomes a broma: el amor no tiene edad, la fe mueve montañas y la religión sigue siendo una magnífica oportunidad para ganar dinero. Desengáñate.

roan82@gmail.com

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