«Que entre todos la mataron y ella sola se murió…». Dicho popular.
Su sentido, inequívoco, es que todos tenemos, de alguna forma, parte en lo que sucede o ha sucedido; que, aunque las consecuencias aparentemente recaigan sobre algo o alguien muy singular y concreto, la realidad es que los demás habremos contribuido con más o menos intensidad en el desenlace.
Con lo que estamos viendo, no es de extrañar que, tras el ataque a los derechos de los trabajadores, vía reforma de su estatuto, se intensifique con toda lógica el que se realiza desde hace tiempo contra los sindicatos.
Los sindicatos debieron ser el instrumento necesario que los trabajadores tenían para lograr que se mantuviesen los equilibrios sociales y garantizar así la consecución y fijación de los derechos adquiridos. Esa fue y debiera ser la función de los sindicatos; en suma: la defensa de los derechos de los trabajadores. Suponemos que por ello y para ello nacieron.
De los trabajadores, como clase y colectivo; y de todos y cada uno de ellos, como individuos asalariados dependientes de un patrón. Esta función irrenunciable y sustancial empezó a ser desvirtuada y enmascarada, en cuanto la lucha primigenia, básica y fundacional, heroica: la de los enfrentamientos a sangre y fuego (mucha sangre derramada) pasó a ser más burocrática, de despachos y de connivencias con los poderes (políticos y fácticos). Esta burocratización supuso el crecimiento desmesurado de las estructuras directivas y administrativas. Y la diversificación de funciones (cooperativas inmobiliarias, gestión de tiempo libre, cursos, intermediación…) que ocuparon cada vez más personal y más medios; y, desde luego, necesitaban más dinero.
Al ser considerados (y creérselo) como parte del entramado político‑social, fundamental del Estado, fueron en consecuencia subvencionados de las arcas públicas con cierta generosidad (pues ni ellos se creyeron aquello de que debían vivir de las cuotas de afiliación).
El tiempo se tornó cómodo y agradecido para quienes formaron parte del entramado sindical; para los que vivían ya como profesionales del mismo. Sus cuadros se tornaron clientelares y endogámicos, en casta.
Estas estructuras sindicales se consideraron integrantes del edificio constitucional, al mismo nivel que los otros poderes. Se les subió el vino a la cabeza, días de vino y rosas, y de beneficios sin contrapartidas aparentes. Se lo creyeron, porque se les permitía participar de la tarta del despilfarro; pero creo (es mi apreciación) que aquello les era como al Lazarillo «porque me las comía de dos en dos y tú callabas…».
El escándalo de las liberaciones o de la seguridad en que se encontraban los pertenecientes a los comités de empresa (no afectados por despidos) eran reproches que se les hacía por parte de los ya desafectos trabajadores, algo escaldados. Y material arrojadizo para quienes laboraban por desprestigiarlos. Enemigo al acecho.
Se les empezó a ver, más que como defensores de los trabajadores, como parásitos de los mismos. Crecía el desprestigio y, con ello y en proporción, disminuía la afiliación. Los ultras lanzaron campañas, contra los dirigentes, absurdas y calumniosas, falsedades, manipulaciones y tontunas (como aquello de los relojes de Méndez) con muy mala leche y muy poca base real. O así parecía: basura propagandística.
Mas lo que ahora sucede es muy grave. Porque se trata (o se puede tratar) de utilización de dinero público para el disfrute personal de miembros de la estructura, de los cuadros dirigentes, de sus inmóviles burócratas. Se habla de millones de euros y eso son palabras mayores, muy mayores. Y este saqueo de los caudales ha debido serlo durante bastantes años, en continuada actitud.
Quede dicho, para aclarar que no justificar, que ello se ha podido producir también porque, quienes tenían la obligación de controlar la utilización de ese dinero, no la ejercieron con la debida diligencia (si no es que se hiciera la vista gorda, porque el sindicato era de los “compañeros”). Ahora unos se rasgan las vestiduras hipócritamente y se hacen de primeras; y los otros se miran, los unos a los otros, tentándose la cartera en la espera de ver quién es el primero que paga.
Ahora sí que el enemigo de siempre ha encontrado la falla por donde reventar la piedra sindical. Y no ceja. Ahora sí que pueden recibir los sindicatos (seguro, uno) un efectivo golpe mortal. Y ahora, cuando más falta nos hace, puede que vuelvan a quedar los trabajadores más indefensos que nunca.