¡Que sí, que tienen razón!, que me he dado cuenta ahora, torpe de mí, dándole vueltas al tema sin necesidad; que la evidencia era tan palpable, tan estaba ahí en la certeza de los hechos, clara y diáfana, que de tanto verla no la reconocíamos ni la queríamos saber.
Sí; Cataluña tiene razón.
Bueno, los catalanes (o algunos catalanes), que sin catalanes no existiría Cataluña como sin españoles no existiría España. Así que diré que los catalanes tienen razón, pues se encarga de demostrarlo el magnífico e imparcial historiador don Jaume Sobrequés (al cual no tengo el gusto de conocer personalmente), sobre todo cuando su trabajo se titula España contra Cataluña. ¡Ahí es ná!
Se atrasó unos tres siglos para tal demostración que ya considero innecesaria. Pero yo me digo: «Oiga, docto señor. Usted se debió ir más atrás en el rosario de afrentas, desplantes y odios recibidos. Más, más atrás…».
La Tarraconense, provincia romana, ¿no es verdad que tenía mucho más territorio que el actual Principado? Se perdió, como es natural, por la usurpación de los otros. Bueno, cierto es que entonces no había catalanes, porque a todos se les denominaba hispanos como genérico; a lo mejor, por eso, no conviene tocar el tema. Por allí hubo moros de Al-Ándalus, como en todo lugar ibérico; pero en el Pirineo aguantaban ¡los catalanes! Lo del Cid ‑muestra palpable de la prepotencia, chulería e inquina de Castilla (y, por extensión, de los demás españoles)‑, quien afrentó al Conde de Barcelona, lo venció ‑pobre Ramón Berenguer II‑ ¡por dos veces!, y encima le robó la espada; para colmo, se fue contra Valencia y la tomó; sabiéndose, como se sabe, que la capital del Turia y todo su país era más catalana que el Llobregat. Sin embargo, intentó lo que todos deseamos, pues casó a su hija María con otro Conde de Barcelona, el III de igual nombre. Por cierto, creo que por allá seguían los andalusíes (muslimes hispanos, sucesores venidos a menos del gran Califato de Córdoba).
Ahí iban mostrándose los caminos de insidias y afrentas (e incluso esclavitud), a los que se obligaría a los catalanes (que, dicho sea de paso, si no existiesen catalanes no existiría Cataluña) a discurrir. Eso de federarse a Aragón fue una mala maniobra del pobre Berenguer IV, engañado por Petronila, con seguridad. Como los castellanos no los dejaban en paz, a sus anchas por la Iberia, tuvieron que realizar la gesta mediterránea, se ve que muy a su pesar, hasta alcanzar con los almogávares los Ducados de Atenas y Neopatria. Fueron catalanes, sí, ¡pero bajo la enseña de Aragón! (Ah, perdonen, bajo la monarquía aragonesa, otra afrenta en verdad). Los Países Catalanes sufrieron disidencias internas (recuérdese el Reino de Mallorca y su rey Jaime II) y convulsiones sociales, sin duda instigadas por la enemiga secular ya mencionada. A los franceses se les perdona que siempre se hayan anexado el Rosellón y la Cerdaña en cuanto pudieron; pero eso era pecata minuta: ¡dónde va a parar!
Alta traición sin duda es la de Fernando de Antequera (¡de Antequera!), que se entronizó como Fernando I de Aragón por el llamado Compromiso de Caspe (1412), porque así dio lugar a que llegase Fernando II, el que se casó con la Reina Isabel I de Castilla, y ya se empezó el mestizaje y la intervención castellana de forma más descarada; claro que echó mano del general Fernández de Córdoba para asegurar y aumentar los territorios italianos de Aragón; pero fue porque los catalanes no querían aventuras guerreras, pacíficos que siempre han sido. ¡Y recibió a Colón en Barcelona! ¿Pero qué tendría que ver el pueblo catalán en esa función?
[Un aparte del autor: «Si tanto se ofenden, que trasladen la estatua del Descubridor a Palos de Moguer. Retirada la estatua, retirada la afrenta»].
Hay que pasar por alto los manidos y sabidos hechos del Corpus de Sangre y los de la Guerra de Sucesión (o Secesión, si se quiere), porque no es discutible que son los pilares de esta tierra histórica.
Luego, los Sitios de Gerona lo fueron para más opresión y sufrimiento del pueblo, que era empeño el resistir de Álvarez de Castro, a todas luces uno de fuera. Lo del Tambor del Bruch, un exabrupto que no coincidía con el talante progresista del entorno. (El progreso, sin duda, lo representaban los franceses).
Don Quijote anduvo, por Barcelona, llamando español al idioma castellano ‑otra muestra más del desprecio‑, aunque así se identifique en el resto del planeta… (Y hablando de Planeta, ¿qué más insulto que un sevillano haya alzado la mayor editorial de España ahí en Barcelona?). Existió Raimond Llull, como existieron los de la Renaixença, para gloria de las letras catalanas; pero no pregunte a ningún escolar de hoy día quiénes fueron, porque es que, además, no sabrán ni los nombres de los de lengua castellana. A propósito: los españoles no creo que tengamos la culpa (¿o sí?) de que en el Ministerio de Educación y Cultura no sepan quién fue Raimond LLull. Allá ellos y sus mostrencos.
Los desgraciados jornaleros de Andalucía seguro que fueron los culpables de la inestabilidad social entre el XIX y el XX en Cataluña. En Cuba, no se le perdió nada a los industriales y capitalistas catalanes, seguro. Sin embargo, lograron la Exposición Universal de 1888 (a iniciativa de un gallego, ¡vaya por Dios!) y luego la Internacional de 1929, o las Olimpiadas de 1992 (¡y mandaba en España un sevillano!). Maniobras para despistar.
¡Ay, tantas cosas para quejarse amargamente…! Sin embargo, yo, el que escribe, sigo pensando: «¿Fue antes la gallina o el huevo?».