El matrimonio Arnolfini

A pesar de su pequeño formato (84 por 57 cm), este cuadro ejerce una relajante seducción por su perfección técnica y compositiva, hasta el punto de ser propuesto como uno de los grandes de la pintura universal.

Fue pintado por Jan Van Eyck en 1434 utilizando la técnica del óleo que, aunque ya se había empleado antes, nuestro autor la convierte en un auténtico descubrimiento, adelantándose así en varias décadas a los pintores italianos. Podemos decir, pues, que la pintura al óleo nace con los pintores flamencos y, en especial, con Jan Van Eyck (Gombrich, siguiendo a Vasari, afirma que es el auténtico inventor de la pintura al óleo). El empleo del aceite, al secar más lentamente que la mezcla del huevo con los pigmentos, le permite una pincelada más corta, fina y precisa, más adecuada al realismo preciosista y detallista del que hace gala Van Eyck y que apreciamos en otros artistas flamencos (recordemos “El descendimiento” de Van der Weyden y “El jardín de las delicias” de El Bosco, ambos en el museo de El Prado).

Aunque algunos historiadores lo han encuadrado en el estilo gótico flamenco, yo creo que este cuadro, por su perspectiva, profundidad y equilibrio y por su dominio de la luz y del color, es de una modernidad que supera el gótico y anuncia las nuevas tendencias renacentistas. Podríamos situarlo en la órbita de un renacimiento humanista, no exento de espiritualidad, y máxima expresión de los gustos formales y estéticos de una burguesía rutilante y poderosa (la pujanza “ab initio” de la burguesía creó las condiciones socio-económicas necesarias para impulsar un movimiento artístico tan esplendoroso como el flamenco).

A simple vista parece un cuadro costumbrista de exaltación de la burguesía, pero la carga simbólica de ciertos detalles importantes hace pensar en algo más enjundioso y trascendental. Se trata de la visualización de una ceremonia matrimonial a la que se invita como testigo y notario al pintor que firma encima del espejo del fondo (Johannes de Eyck fuit hic, 1434), dando fe con su presencia al acto solemne en que el novio Giovanni Arnolfini, tomando de la mano a la novia Giovanna Cenami y elevando la mano derecha le jura fidelidad. Al parecer, esta fórmula era el summum de la solemnidad de aquel tiempo.

Para que no haya dudas del momento crucial que se está viviendo, el autor rodea a la pareja de novios de otros elementos simbólicos que refuerzan el compromiso: el perrito, de una minuciosidad casi hiperrealista, que simboliza la fidelidad; el lecho nupcial, el amor; la lámpara del techo, la luz divina que todo lo ve y el vientre abultado de la novia, la fertilidad (no se sabe con certeza si estaba embarazada o si el autor pretendía dar esa impresión a través de los pliegues del vestido) en el matrimonio. Los zuecos de la izquierda (como sucede hoy al entrar en las mezquitas) o la fruta de la ventana completan el claro simbolismo de la obra.

Técnicamente, la lámpara centra una composición simétrica, con una figura a cada lado, la cama en un extremo y la ventana por otro. Todo un clásico en el algo más tardío quatrocento italiano (recordemos a El Perugino en “La entrega de las llaves a San Pedro”). Y la perspectiva, reforzada por el espejo (como después haría Velázquez en Las Meninas), que da al cuadro una sensación tridimensional, apoyada en la luz y en los puntos de fuga, dotándolo de una profundidad inédita hasta entonces y reforzando aún más la modernidad y realismo de la escena.

El hieratismo de los personajes, tan caro a los pintores flamencos, reminiscencia quizás del arte bizantino y románico, realza la solemnidad del momento y dignifica a sus protagonistas, otorgándoles un aura de serenidad. Y no es que los rostros (sobre todo el masculino) sean especialmente bellos, pero rezuman paz y autenticidad, que es otra forma de belleza.

La luz, que penetra por la ventana, ilumina con generosidad el cuerpo y, sobre todo, el rostro de la joven, extendiéndose por las manos de los contrayentes, levemente enlazadas, mientras el rostro y el cuerpo del esposo aparece entre luz y penumbra, y el fondo se diluye entre luces y sombras, reflejo todo ello de una atmósfera de confort e intimidad propio de los hogares burgueses (Vermeer será el más fiel seguidor de esa pintura de interiores).

En cuanto al color, Jan Van Eyck utiliza básicamente tres colores: el marrón del esposo, aclarado en el perrito, símbolo de la seguridad y estabilidad, el verde de la esposa, color relajante que simboliza la esperanza y la fecundidad y el rojo, expresión del amor. El empleo del color refuerza sin duda los simbolismos antes citados.

En conclusión, un hermoso cuadro que refleja una atmósfera visual cargada de simbolismo, de equilibrio emocional y de realidad, capaz de hacernos disfrutar de una estética que abre de par en par el Renacimiento humanista.

Nota bene: El cuadro se encuentra en la Galería Nacional de Londres, aunque perteneció al patrimonio artístico de España hasta su robo, al parecer, por un general de Napoleón.

Cartagena, marzo de 2013.

jafarevalo@gmail.com

 

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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