Barraquer y la bolsa negra, 2

El tren hacía ya más de media hora que había cogido toda su frenética velocidad. El coche‑cafetería estaba por el centro del convoy, por lo que para llegar a él tuve que atravesar, tambaleándome, varios vagones casi a oscuras, pues la medianoche y el cansancio se hacían notar en el pasaje. Pero a la hora golfa no le faltan adeptos y allí estaban, desperdigados, cuatro insomnes usuarios apurando unos cafés en animada tertulia. No fue difícil hacerme con un taburete giratorio y allí me despatarré, con regusto y satisfacción, con los codos apoyados en el mostrador y una coca cola en las manos; eso sí: light.

A mi derecha, una pareja joven se arrullaba sin mucho recato. Debió causarle alguna impresión mi presencia, pues la chica comenzó a mirarme con poco disimulo. No quise entrar en el juego del intercambio de miradas; pero, con el rabillo del ojo, seguía cada uno de sus ademanes. Y uno, al que aún le queda algo de coquetería, sentía cierto halago por la deferencia.

Llegó un momento ‑supongo‑ que la chica ya no pudo soportar mi indiferencia y, a bocajarro, me inquirió:

—Oiga, ¿no era suya una bolsa negra que estaba en el banco donde usted estaba sentado en el andén?

Sentí que todos los demonios se apoderaban de mí ser. Giré el taburete como un torbellino y me abalancé a la ventanilla que estaba a mis espaldas con la esperanza de ver aún la bolsa sobre el asiento. Vana ilusión ‑lo sabía‑, pero necesitaba una confirmación fehaciente y palpable del olvido. Pretendía, vanamente, en un claro alarde de haber perdido la noción del tiempo y las distancias, ver la desconsolada escena de la bolsa solitaria sobre el asiento, reclamando a su dueño. Me negaba a presentarme así ante mis hijas, con las manos en los bolsillos; sobre todo, ante mi nieta, contándoles la historieta de “la bolsa perdida”, que más bien parecía tener todo el cariz de una trola indigerible.

Escudriñaba el otro lado de la ventanilla, pero en la noche oscura como una boca de lobo, sólo reinaban las tinieblas y el monótono traqueteo de las ruedas sobre los raíles. La frente pegada al cristal, con las palmas de las manos trataba de impedir el reflejo de la luz interior; pero solo descubría los chorreones inclinados de las gotas de agua al estrellarse sobre el cristal.

A la chica de la pareja debió preocuparle mi actitud y quiso ampliar aquella fatídica información:

—Un señor subió al vagón preguntando por el propietario de la bolsa, pero nadie la reclamó como suya. Recorrió varios coches, pero no apareció el dueño. Sabíamos que quizá el dueño viajara en los coches de los extremos, como parece ser su caso, pero nos respondió que el tren iba a emprender rápidamente la marcha y no quería quedar atrapado.

Seguidamente, la muchacha, preguntó en un tono un tanto lacónico:

—¿Es que era suya?

Sólo me quedó un soplo de ánimo, suficiente para responderle afirmativamente con toda cortesía y para darle escuetamente las gracias.

Regresé como pude a mi estancia, y ‑a esas horas‑ llamé a mi hijo, que estudia y reside en Linares. Le pedí, por favor, que fuera a la Estación en cuanto que amaneciera, por si la habían depositado allí. Su respuesta no dejaba mucho lugar a la esperanza, pues estaba esos días liado de exámenes y no sabía cuándo podría pasarse por allí. No concretó nada; eso sí, me aconsejó que me olvidara de la bolsa y que no me amargara la vida; que, cuando llegara a Barcelona, les comprara otros regalos, que además serían a gusto de ellas.

Llevaba razón. No era hora de hacer más cábalas. Me puse los tapones de cera en los oídos y forcé coger el sueño. Un sueño lleno de sobresaltos, en donde se sucedían escenas de viajeros inseparablemente unidos a una bolsa negra cogida de las asas: caminando por los andenes, en los bancos de espera, en las taquillas de los billetes, en las escaleras mecánicas, en las cafeterías, en los taxis… Todos demostraban ser más precavidos que yo.

almagromanuel@gmail.com

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