Los días, las semanas y los meses fueron pasando como si aquello nunca se fuese a acabar… Se sucedían ánimos y esperanzas (tras oraciones fervorosas y ruegos a lo alto) con momentos de inquietud y decaimiento (donde la desconfianza llegaba cual ráfaga de viento).
¡Qué soledad y tristeza sentíamos al tener la tentación de la desconfianza! Pensábamos que Dios se había alejado tanto de nosotros que no merecíamos su socorro ni sus auxilios… Por eso, clamamos como el profeta: «¿Hasta cuándo, Señor, me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo apartarás de mí tu rostro? Levántate y no nos deseches para siempre. ¿Por qué apartas tu rostro, te olvidas de nuestra miseria y de nuestra tribulación? Levántate, Señor, ayúdame: y redímenos por amor de tu nombre».