Soy de ver la televisión en su menos que justa medida.
Puede que no se me crea por lo que abajo desarrollaré, pero en realidad verla o estar pendiente de un programa concreto se me puede contar con los dedos de una mano. Otra cosa es que, compartiendo habitación en ciertos horarios con quienes de mi familia sí la ven más (o más están pendientes de la programación), me vaya enterando algo de lo que se asoma a la plana pantalla.
La múltiple oferta que iba a suponer la entrada de las cadenas privadas, y no menos todavía cuando se implantase la TDT, supondría un enriquecimiento de ocio y cultura para la ciudadanía enorme, lejos ya de las obsoletas y únicas Primera y Segunda cadenas.
Al igual que pasa con esa “gran competencia”, que debía haber supuesto la “liberalización” de bienes y servicios, ha pasado con la oferta televisiva. Los bienes y servicios más importantes han caído en propiedad de monopolios u oligopolios concertados entre sí (carburantes, electricidad, telefonía, banca, etc.) y las televisiones están en manos de unos muy pocos. Y se conducen como ruedas giratorias que van pasando y turnando sus propios productos que ellas emiten por sus distintas emisoras. Así que la oferta es escasa y además repetitiva. Y uno se puede pasar todo el día viendo lo mismo por canales distintos.
Así que no pasa de ser lo que al final es: cuatro repartiéndose el pastel y ofreciendo lo mismo por sus ventanas.
Viene a cuento la cosa, porque observo que los límites de control (o autocontrol a lo que se comprometieron ciertas cadenas) ético están más que sobrepasados. Aún a costa del gran perjuicio que se puede ocasionar a las personas (o a ciertas personas). Los límites éticos han desaparecido y no vale más que el amarillismo o tremendismo más burdo, todo por la captación de una audiencia también poco crítica, si no placentera ante la bazofia que se les brinda a espuertas.
En concreto, y es de conocimiento común, que en la cadena del cinco y sus canales añadidos la cosa llega ya al paroxismo. Aunque tuvieron un aviso serio de que todo no puede valer por captar audiencia, la gente también se cansa de la mierda; no es menos cierto que ellos siguen alimentando la hoguera de lo zafio, el griterío, lo borde y, peor aún, la invasión de las vidas privadas de algunos de sus teóricos “colaboradores”.
A esto voy. Empezaré admitiendo que la culpa principal la tienen esos colaboradores o colaboradoras que se prestan al circo mediático, no ya a formar comparsa del mismo, sino a ser destrozados en sus vidas privadas, en sus familias, en sus derechos fundamentales como personas, con tal de ganarse una pasta gansa fácilmente (porque no tienen otro trabajo o porque no saben hacer nada). Pasta gansa que muchas veces estos y estas desgraciadas reciben mermada, porque los que están a su alrededor se llevan las grandes mordidas (representantes y demás). Así que se exponen al público para que el conductor del programa de turno y sus acólitos, ya aleccionados previamente, se lancen a degüello sobre el personajillo de marras.
Y lo ves hacer el ridículo o la ves irse desmoronando día a día ante las cámaras. Y sientes que está perdiendo el equilibrio mental y emocional necesario. Y ves que va para un final desastroso que incluirá, por desgracia, a su familia más cercana (y me refiero a hijos, si los tienen). Porque esa es otra: la familia más cercana, viendo que su pariente famosillo, supuestamente, se está forrando por mostrar sus indecencias o pesares más íntimos, decide que ya es hora de mojar también en esa apetitosa yema. Y, sin pudor alguno, se brindan a salir también en las diversas secciones del circo, aunque a veces cuenten nada y menos de lo que decían saber.
Es nauseabundo. Llegar a lo más bajo de la persona y tratar a la persona como un objeto, peor; un animal del que se pueden sacar piezas y filetes, troceándolo debidamente y con parsimonia, sin prisas, para que de más juego. Como esos insectos que dejan sus huevos dentro de la presa, a la que no matan, para que las larvas se puedan luego ir alimentando. Terrorífico.
Todo por la audiencia y todo por la pasta. Todo está permitido mientras haya una persona pegada a la plana pantalla, tragando.
El nivel al que se ha llegado es ínfimo y no hay nadie con poder (¡ah, la sacrosanta libertad de expresión!) que delimite por norma cuáles son las líneas rojas que no se pueden traspasar. Sin embargo, y en estos casos sí, desde esos puestos de poder se clama, ahora, porque se pongan diques y trabas a los que expresan su indignación en las calles, se les penalice y persiga; en este caso, y como le afecta a estos políticos directamente, se puede limitar lo antes sacralizado.
Son viejas formas, modernizadas, de llegar al mismo fin: el aborregamiento y la sedación acultural y analfabeta funcional de la masa. Y no es un secreto que hay mucho analfabeto funcional joven; los que tendrían que ser futuro.
Que así deja hacer, mientras, con manos libres, a los que de ello saben aprovecharse. Total, que estamos a lo de siempre.