A la inauguración de los combates llegó más gente que a la peregrinación de San Miguelito, en septiembre, cuando en la iglesia reparten pan trenzado y jarabe de flores de tamarindo y acude la banda de música de Álamos; o que a la procesión de santa Rosa en agosto, allí mismo, en Río Negrón. Entre la gallera y los pabellones de madame Pigalle siempre había un amontonadero de gente de toda condición. Hasta los repullidos, que parecían hablar en verso, comían y bebían con chorreones y babas.
Después de aquellos días, se fueron alejando los fuereños. Madame Pigalle mandó desmantelar la carpa y los pabellones y acomodar en los baúles las pertenencias de sus pupilas. Nadie salió a despedirlas. El ómnibus partió.
Las mujeres de Río Negrón, en los zaguanes, se santiguaron y alabaron a santa Rosa por el fin de aquella peregrinación de putas, que a más de un marido habían desflorado la bolsa y el color de la cara, dejándole flojera de huesos y mal aliento.
Las mademoiselles de madame Pigalle, derrengadas en los asientos del ómnibus, regresaban con los cuerpos maltrechos, la piel ajada pese a los coloretes, ojeras de penitencia por el trabajo acumulado en aquellos días. La más solicitada, Luciana, la que se parecía a María Félix con su lunar y todo, a más de diez hombres alivió en una noche.
Al gringo O’Reilly no le fueron bien las cosas. Junto con Lisardo, se ausentaba con frecuencia de la gallera. Llevaban sus machos a pelear hasta Moctezuma, Tepache, Arivechi, Tunichi y San Nicolás. Pocas fueron las ganancias. Y se alejaron más, a ver si arribaba la suerte, y estuvieron en La Norteña, Tutuaca y Tres Amigos, ya en Chihuahua. Mientras, en la gallera de Río Negrón quedaban la mujer del gringo y Feliciano, el gemelo de Lisardo. Hasta que un día ya no salieron más. Por allá se peleaba a espuela, a la filipina y a la redonda sin filo. Él preparaba a sus gallos para jugar a lo español. Y hubo además un tiempo en que los gallos de cruzas le salieron loras. Y la esposa del gringo, Hanuel Wu, quedó embarazada.
En el pueblo se decían muchas cosas de la mujer del gringo. Decían que tenía el corazón pequeño como un durazno y que su alma asiática era pálida y pequeña también, como su corazón. Un alma con alas de libélula y por eso no andaba: flotaba. Las congregantes tenían por creencia que hay almas muertas y almas vivas; almas medio muertas y otras medio vivas; que las almas asiáticas eran almas medio muertas que se encuentran de pronto en el camino, en donde se cruzan la vida y la muerte, con las almas de los pecadores cristianos que esperan a que pasen primero las almas asiáticas, en ese punto exacto, para seguir luego ellas por el camino de la vida eterna. La diferencia estaba en la fe. También decían las mujeres que la china Wu no podría tener hijos, porque su vientre era tan estrecho como el buche de un estornino.
Pero la china Wu, que no era china sino coreana, concibió en su vientre un niño tan grande, que no cabía en aquella estrecha caja de huesos de sus caderas. Y en el parto estuvo la vieja Anunciación, la santera de La Joyita. La vieja lloraba, porque el niño venía de culo y tenía que darle la vuelta dentro del vientre de la madre. Y allí no tenían sitio sus manos y el cuerpo del niño. Y fue Feliciano el que lo volteó de un giro exacto.
Tres meses tendría el chino Wiston O’Reilly cuando murió su madre de la fiebre de guajolote. Había quedado tan débil del parto, que ya ni flotaba al andar, porque no andaba. De nada le sirvieron los fomentos y cataplasmas que les recomendó la vieja Anunciación. Poco a poco se iba quedando más pequeña, más estrecha y amarilla. Como su alma era asiática, pálida y amarilla, del color de los hilos de los capullos de la seda, no la pudieron enterrar en el camposanto. Cavaron una fosa, no lejos de la gallera, donde el desierto empieza a hacerse blanco. Sobre el montón de arena de la tumba, el gringo O’Reilly, Lisardo y Feliciano, que alzaba en sus brazos al pequeño Winston, colocaron piedras negras del río y un gran ramo de cañafístulas amarillas.
Al gringo O’Reilly se le bajó la tristeza y se le encerró en el pecho, enroscada, igual que una serpiente. Gritaba su desgracia, descuidó la gallera, desgañitó los pavos con sus propias manos y acabó enloquecido. Al cabo de unos años, ocupó una fosa cuatro veces más grande junto a la de su esposa. Tuvieron que cubrirla con muchas más piedras negras. No le pusieron flores.
Lisardo y Feliciano sacaron adelante al chino O’Reilly y volvieron a criar gallos de pelea. Sin mucho éxito.