—Bueno —decía León, colgando el teléfono bajo las miradas expectantes de su hijo Juan y de Aymara—, pues la cosa va marchando bien. Parece ser que Alfonso, según él mismo me dice, ha conseguido engañar a los mafiosos. A veces —a punto estuvo de soltar una carcajada—, no es tan fiero el león como lo pintan. Y vosotros, ¿habéis dormido bien? —ante el asentimiento de los dos jóvenes, añadió—. Pues os vais arreglando, que enseguida desayunamos y hablamos de lo que hay que hacer. ¿Tú qué desayunas, Aymara? —dijo, yéndose para la cocina—. ¿Te parece bien café con leche y tostadas con mantequilla y mermelada?
Aymara se había ido desplazando lentamente hacia la ventana que daba a una plazoleta. Sus ojos delataban que había pasado una mala noche. A través de los visillos, contemplaba cómo las calles se iban inundando de luz y que por las aceras trajinaba gente que, a menudo, se saludaba levantando la mano o que se paraba a conversar. Las preguntas de León parecieron despertarla y, volviendo la cabeza, balbució:
—Sí… Bueno… Muchas gracias, don León. Pero, por favor, llámeme Rosalva…
—De acuerdo. Y tú a mí, León a secas, ¿vale?
Aymara ya no lo oyó, porque estaba como embobada, contemplando aquel espectáculo callejero que le recordaba el de su barrio limeño y que hacía tanto que no lo veía: «Cuánto tiempo, Dios mío—pensó—. ¡Ya casi dos años!».
Del embobamiento la sacó Juan, cuando le puso una mano sobre el hombro y le preguntó:
—A pierna suelta —respondió Ayamara, con firmeza y sin desviar la cabeza de la ventana—.
Aymara le mentía. Se había pasado toda la noche en duermevela. Sin embargo, no quería inquietarlos ni tampoco deseaba que pensaran que era una mujer endeble o asustadiza. Lo cierto era que demasiadas preocupaciones la tuvieron toda la noche anhelante, empezando por la vuelta a su casa en Lima. El cuerpo le temblaba con sólo pensar qué iba a contarles a sus padres acerca de su estancia en España. Naturalmente, tendría que inventarlo todo. Pero cómo resistir la mirada inquisidora y severa de su madre, cuando le preguntara por qué no les había escrito ni una sola palabra, durante casi dos años, y por qué ni siquiera traía algún regalo para sus hermanitos. Contarles la verdad resultaría insoportable para todos. Particularmente para su padre. «Somos pobres, pero honrados. No lo olvides nunca, Rosalva». Aymara se dio media vuelta en la cama y pensó que ya tendría tiempo de imaginar alguna cosa coherente y verosímil, durante el largo vuelo de Madrid a Lima.
Tampoco le ayudó a dormir, ponerse a cavilar sobre lo que podía haberle ocurrido a Alfonso. Ella sabía muy bien ‑por haberlo sufrido en sus carnes‑ que, cuando los mafiosos se enrabiaban, podían replicar de manera muy violenta a cualquier tipo de revés. Sobre todo, si se trataba de dinero. «Nicola es demasiado listo para creerse la versión de don Alfonso —pensaba—; y menos aún soportará la pérdida de ingresos que suponía mi trabajo en Las casitas blancas. Ojalá no le hagan demasiado daño».
Durante el desayuno, Aymara engullía su tostada y guardaba silencio como si estuviera ausente. Al verla comer así, León y Juan cruzaron una mirada indulgente. Cuando se servía el segundo descafeinado, León le recordaba -en voz alta- a su hijo, las cosas que Alfonso le había dicho por teléfono:
—Como el objetivo es que pongamos a Rosalva en el aeropuerto de Barajas, dos cosas son imprescindibles —dijo, mirando a su hijo casi con seriedad profesoral—: una, obtener un pasaporte en el Consulado del Perú; y otra, comprar en una agencia el billete de ida Madrid-Lima.
—De ida y vuelta, don León; de ida y vuelta —intervino la mansa voz de Aymara—.
León dijo «De acuerdo» y Juan arqueó las cejas con sorprendida alegría.
—Naturalmente —siguió diciéndole León a su hijo—, es muy importante que la gentuza de Nicola no descubra a Rosalva. Habrá que comprarle una peluca morena, algo de ropa, una maleta, y lo que haga falta para el viaje. Ya veremos cómo nos las arreglamos…
—Mira, papá —cortó Juan—: tú no puedes faltar de casa, porque —no quiso decirle que ya no estaba para estos trotes— ya sabes cómo se pone Tere, cuando te telefonea y nadie responde… Y si te vuelve a llamar tu amigo Alfonso, pues lo mismo. Es mejor que dejes la cosa en mis manos. Tú me dices lo que hay que hacer y yo lo soluciono. Ten confianza en mí y dentro de unos días todo estará resuelto. Voy a empezar por comprarle a… Rosalva —a punto estuvo de decir Aymara— unos vaqueros, unas zapatillas, un par de camisas y un sombrerillo. Le tomo las medidas y pego un salto a los almacenes de la avenida —y mirando con taimada inocencia a Aymara le dijo—. Yo de ropa interior no entiendo, así que habrá que pedírsela a Tere, mi hermana…
León estaba entre impresionado y conmovido al ver cómo su Juan, a quien hacía bien poco lo veía y trataba como a un chiquillo, se explicaba con una seguridad y un desparpajo sorprendentes.
—Bueno, hijo, puede que tengas razón: encárgate de lo que dices y el resto ya veremos después. Toma unos euros —y sacó unos billetes del bolsillo—; ya sabes que todos los gastos corren a cargo de mi amigo Alfonso.
Cuando iban a dar las diez de la mañana, Juan salía a la calle. Aymara le pedía a León si podía ducharse y éste dudaba si telefonar o no a Alfonso, para contarle que su hijo le estaba ayudando mucho y que también se encargaría de llevar a Aymara a Barajas. No lo hizo; e hizo bien, porque en ese momento Alfonso no estaba en disposición de hablar por teléfono.