Un puñado de nubes, 44

18-05-2011.

Eran sobre las nueve y media de la mañana y Alfonso todavía no había logrado restablecerse del bofetón que la noche anterior le asestara el guardaespaldas de Nicola Corleone a la altura de la oreja. A eso de las ocho, tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para llamar por teléfono a León, como le había prometido, y decirle todo lo que tenía que hacer con Aymara, especialmente lo del pasaporte y el billete de avión. No quiso responderle cuando le dijo «Tienes la voz un poco pastosa», pero la verdad era que aún sentía un fuerte aturdimiento. De todas maneras, lo tranquilizó saber que la operación Aymara estaba funcionando bien. Colgó el teléfono, se sentó en el canapé y, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, intentó recordar lo que le había ocurrido hacía pocas horas en ese mismo salón.

«Recuerdo ‑se decía‑ que acompañé a Aymara hasta la escalinata que da al jardín y cómo, cuando desaparecía tras la valla, se volvió y me envió un beso con la mano. Me acuerdo de que, presagiando quizás lo que me iba a ocurrir, tomé la dosis de cocaína para fortalecerme. Sé que poco después llegó vociferando Paolo ‑el hijo de Nicola Corleone‑ quien, media hora después y con los ojos llameantes de cólera, me interrogaba gritando:

—¿Es cierto lo que me ha dicho mi hijo? ¿Es cierto que mi Aymarita ha desaparecido?

—Ya le he dicho a su hijo —le respondí con cierta arrogante tranquilidad— que Aymara se fue de aquí cuando terminó su trabajo. Y ahora le digo a usted que lo que haga Aymara, del otro lado de esa puerta, a mí no me incumbe. Esa es la responsabilidad de su hijo. Así que, señor Nicola, pídale cuentas a él. Y no se olvide de que están ustedes en mi casa. ¡Un poco de respeto, por favor! —le silabeé a Nicola, mientras le ponía el índice a la altura de sus narices (“La mejor defensa es el ataque”, estaba yo pensando)—.

Me acuerdo de que, ofuscado por esta inusitada actitud mía, Nicola se puso lívido un instante y acto seguido dejó escapar de su boca un corto silbido agudo. No había terminado yo de oírlo, cuando sentí que algo chocaba contra mi cara con la magnitud y violencia de un portazo. Me acuerdo que di un traspiés y que me caí de bruces sobre el canapé. Por el oído, un zumbido tenaz me invadía el cerebro. A punto estaba de perder el conocimiento, cuando oí una amalgama de ruidos y juramentos que iban y volvían por todos los rincones de mi casa. Noté que alguien introducía un objeto metálico en mi boca y que una voz ronca me conminaba rugiendo:

—O dices de una vez dónde se esconde Aymara o te salto la tapa de los sesos.

Recuerdo que no le hice ningún caso, que cerré los ojos y simulé estar desvanecido. Oí, lejana, la voz de Nicola que decía:

—Me parece que le has arreado demasiado fuerte, ogro imbécil. A este no le sacamos ya ni una palabra. Vámonos a casa, Paolo. Tú, idiota, te quedas vigilando en la calle, no vaya a ser que ese despierte y se nos escape. Nosotros volveremos hacia las diez de la mañana.

Sentado en el canapé, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, Alfonso terminaba de organizar penosamente sus recuerdos, cuando de nuevo notó que un fuerte cansancio se apoderaba de su cuerpo. La cabeza parecía que iba a estallarle y notaba su cara llena de contusiones. Optó por recostarse de nuevo para intentar recuperar fuerzas.

Serían alrededor de las diez de la mañana, cuando Alfonso percibió un denso olor a tabaco que, en seguida, asoció con el mafioso Nicola. Efectivamente, del otro lado de la mesita del salón, sentado con las piernas cruzadas y echado sobre el espaldar, Nicola saboreaba un habano. Miraba, pestañeando, a Alfonso y su sonrisa parecía benévola.

—Espero, don Alfonso, que a pesar de los pesares haya podido dormir. ¿Cómo ha pasado la noche? —le dijo con irónica sorna—. Es cierto que ese desaprensivo no sabe tener maneras… Le aseguro que no volverá a tocarle…

Mientras le hablaba a Alfonso, Nicola hizo una señal al guardaespaldas y éste reanudó el registro de la casa. Poco después volvía al salón, haciendo gestos negativos con la cabeza.

—Lo que ha ocurrido esta noche —continuó Nicola, mirando a Alfonso, que seguía deslavazado sobre el canapé— me ha dejado mal gusto de boca. Admito que se nos ha ido la mano un poco… Pero reconozca que usted también tiene cierta responsabilidad en la… desaparición de mi Aymarita: nosotros se la traemos a casa y, cuando venimos a recogerla, en su casa ya no está…

Como Alfonso no reaccionaba, Nicola pensó que mejor era no despertarlo. Se puso de pie, introdujo su mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un papel doblado y lo colocó encima de la mesita, diciendo como hablando consigo mismo:

—Sólo he venido a explicarle lo que en este papel está escrito: se trata de una especie de “impuesto” —llamémoslo así— que tendrá usted que pagarme para compensar la pérdida de mi Aymarita. El dinero me lo traerá usted a mi despacho cada 6 de diciembre durante 3 años. El 6 de diciembre es el día de mi santo. Lo celebraremos con una botella de cava.

Alfonso sintió alejarse lentamente los pasos de los mafiosos. Luego, oyó un portazo y esperó unos segundos antes de abrir los ojos. Cuando estuvo seguro de que ya no volverían, se fue al lavabo, inundó su cabeza con agua fría, la cubrió con una toalla y, volviendo luego al salón, tomó el teléfono fijo y llamó a casa de su amigo León. Quería saber cómo evolucionaba la operación Aymara.

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