Mis años en Alcalá de los Gazules (1964-1976), y 4

15-05-2011.

La Romería es una mezcla de fervor religioso y pagano. En ella se mezclan el colorido, la fe, el tipismo… ¡Con qué naturalidad el alcalaíno trata a su Virgen de los Santos! Como si de amigos se tratara. Ella es la depositaria de cualquier hecho que se produzca en sus vidas: la boda, el ofrecimiento de los niños, la promesa… Cuántos exvotos: son el exponente de una esperanza depositada con toda la fe.

La Virgen será paseada, piropeada, colocada en tribuna preferente para la exhibición de los caballistas, solicitada en cualquier apuro. Esa virgen morena oliente a jaras y romero que se recorta sobre la superficie azul del cielo, aglutina, unifica e iguala a todos: ricos o pobres, rojos o azules, sea cual sea su estrato social.

Se convive, se toman copas en los “cuartos” abiertos a todo el que llega. ¡Entrañables recuerdos guardo de la Romería!

La estampa de Alcalá, que en pinceladas hemos ido describiendo, hay que rellenarla con personas. Lo primero que choca al forastero es la cordialidad de los alcalaínos. Todos te acogen, se interesan por ti. Estoy muy de acuerdo con el diagnóstico que don Fernando Toscano realiza en su obra Las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia en Alcalá de los Gazules, cuando expone:

«Parece que el nuestro, desde su condicionamiento físico y desarrollo histórico, está, en efecto, marcado por ahí, con el sello de una ciudad “para sí”, pero entreverada para la acogida y la cordialidad.

¿Predomina lo primero… una relativa autoconcentración? Las montañas y aún los caminos más bien nos aíslan; de aquí se parte y pocos pueden volver para quedarse. Desde luego, cualquier tráfico mercantil será siempre reducido, no obstante sus recursos y extenso término; tampoco las esperanzas de futuro han parecido nunca espectaculares. Alcalá se encierra desde siglos un tanto en sí misma, con mezcla de sonriente resignación y quizá esbozada autosuficiencia. Así somos o así nos vemos».

Sin duda el sello de la historia, de viejos linajes y costumbres que fueron conformando la idiosincrasia del alcalaíno. Alcalá es cordial y acogedora, efectivamente, y así lo noté durante mi estancia allí; y ahora, cuando después de tantos años vuelvo. También, según mi opinión, Alcalá es una ciudad “para sí”. Los horizontes del alcalaíno eran Alcalá. No había otro pueblo que la igualara. Una endogamia que hace que los alcalaínos amen a su pueblo como no he visto en otro lugar.

Fuimos bien acogidos. Las primeras personas con quien me relacioné fueron los compañeros de trabajo. De entre ellos, con Juan Coca intimé más pronto. Durante mi viaje en La Valenciana, el compañero de asiento era su padre, quien me comentó que su hijo era maestro del “Convento”, y me enseñó unas fotos al desnudo de su nieto Manolo, contándome variadas anécdotas.

Cuando yo contaba aquello a Coca, se nos abrió una vía de entendimiento y cordialidad, que aún existe y reforzada.

Otálora era un director de modos jesuíticos. Juan Lozano, serio y formalete. M. Mansilla, de gran dimensión humana. José Luis Fernández, bromista; Antonio Valverde,  cándido. Creo que para el grupo de maestros de entonces, los recién llegados ‑Rafael Hinojosa, Paco Peláez y yo‑ fuimos un revulsivo. Éramos más indisciplinados y revoltosos, fruto de la edad, imagino.

Luego fuimos conociendo a más personas: Pedro Mariscal, el “Caciquillo”, fraguador e impulsor de la Safa en Alcalá, simpático y humano. Antonio García, que me hizo pagar la novatada poniéndose un bonete y una especie de alzacuellos, me lo presentaron como el cura del pueblo en el patio de la Victoria y yo le besé la mano, como era de rigor. Luego, siempre se reía de aquella situación. Julio Vázquez, que tenía el bar en la calle Real y se metía en el papel de protagonista de la novela que leía; Antonio Casado, con la tienda frente al bar de Julio; la pensión de Bellido; los hermanos González, a donde íbamos a comer; Juan Panera, que nos ponía una estupenda comida en el bar La Parada; Rafael, el de los tejidos; Vicente en su droguería… Poco a poco fue incrementándose la lista de personas con quienes pronto hacíamos amistad por su cordialidad y apertura y habría que nombrar a todo el pueblo prácticamente.

Recuerdo con especial cariño a dos personas de las que ahora llamaríamos de necesidades educativas especiales. Me refiero a Juan Rarro y a Nicolás. Juan tenía una cara de bondad que irradiaba paz y tranquilidad. Nicolás era más nervioso. ¡Y qué bien los trataba la gente! Aquello era un adelanto de lo que ahora pretendemos hacer en las escuelas y que se llama integración.

Con posterioridad, he ido incrementando mi conocimiento de las gentes de Alcalá a través de las certeras estampas que han plasmado en sus publicaciones autores como Guillermo Jiménez y Jesús Cuesta. A Guillermo me lo presentó Juan Coca y pronto vi el gran amor que siente por su pueblo y sus gentes. A Jesús lo conocí cuando llegué a Alcalá.

Por ellos tuve noticia del Gran Potoco, Manolito Cielo, Perea (el albañil), del Carabinero que quiso volar lanzándose desde el molino de viento, de don Manuel Marchante, el maestro… tantos y tantos personajes del pueblo que son índice de vitalidad y sentido de la vida.

En otra dirección, señalaré cómo tuve conocimiento de figuras de proyección nacional como Sainz de Andino o el profesor Millán Puelles, con quien, aparte de estudiar sus textos, tuve ocasión de hablar con él en varias ocasiones; una de ellas, una entrevista en Fuengirola con el entonces alcalde, Miguel Puelles, para que gestionara en Madrid la transformación del CLA en instituto.

Esta amalgama de paisaje y personas hace posible definir a Alcalá como ciudad con personalidad propia y señalada, a diferencia del entorno.

Se ha escrito mucho sobre la historia de Alcalá. Se investiga (Fernando Toscano, Jaime Guerra, Gabriel Almagro… ‑que fueron alumnos míos por cierto‑) y es útil conocer las raíces, la génesis y el desarrollo para entender la situación actual. Pero no basta. Esto nos debe obligar a aportar, con nuestro trabajo y creatividad, los elementos necesarios para engrandecer nuestro pueblo, para que cada alcalaíno tenga un trabajo digno y una vida mejor.

Y quiero terminar con una esperanza y un deseo: con el deseo de que todos cuantos somos o sentimos Alcalá aunemos nuestras fuerzas, cada uno desde su puesto de trabajo, para hacer pujante esta ciudad. Y mi esperanza es que se cumpla ese deseo.

2 de junio de 2000.

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