En julio del año 1936, el clima político estaba llegando a cotas muy altas. En la segunda decena del mes, los barómetros políticos ascendieron a lo más alto. La derecha culpó a la izquierda de la muerte de Calvo Sotelo. La izquierda culpó a la derecha de la muerte del Teniente Castillo. La mitad de España se enfrentó a la otra mitad. Un mismo pueblo, una misma familia, hermanos contra hermanos se enfrentaron despiadadamente, argumentando todos que tenían razón. Unos, los poseedores legítimos, otros usurpadores, todos con razones de libertad y bienestar. El resultado fue la patria ensangrentada y mutilada; la tierra, esa tierra que antaño era hoyada por el arado y regada con el sudor del que la labraba, se abrió de nuevo para acoger en su seno los cuerpos sin vida de un millón de españoles, de hermanos, la flor de la juventud, dejando en la más profunda pena a madres, a huérfanos, a familias enteras deshechas y a un sinfín de mutilados. Si ese es el saldo que dejan las guerras, ¡malditas sean las guerras!
Voy a intentar recordar algunas escenas que viví y palpé en esos calurosos días de julio, sin ánimo de ofender a nadie, sin culpar a nadie; sólo quiero reflejar la verdad y, como decimos usualmente, «al santo que se merezca una vela que se le ponga; y al que no, que se le deje sin poner».