Un puñado de nubes, 39

06-05-2011.

El móvil siempre sonaba a media mañana. León sabía quién llamaba y le preguntaba cómo estaba y si quería que le comprara algo de comida o ropa. Pero Alfonso le había trastornado su normalidad con aquella aventura peligrosa y, por eso mismo, tan atractiva. Ahora esperaba con ansiedad la llamada del amigo que quería salvar a la chica extraviada. «Vamos, de película», pensaba León.

Pero esta vez lo llamaba su hijo Juan. Extrañado y ansioso, cogió el teléfono y le dijo:

—Bueno, ya era hora de que el hijo pródigo se dignara dar señales de vida. ¿Cómo estás?

—Bien, bien. Te llamo, porque ayer me dijo Teresa que hay buenas nuevas. ¡Vaya con el carroza, qué callaíto lo tenía! De manera que habemus mamam, ¿no? Hemos quedado en ir a comer contigo, si nos invitas, para que nos cuentes quién y cómo es la afortunada.

—Menos cachondeo, chaval. ¿Es que no puedo conocer a una señora o qué?

—Prepara un buen vino, que estamos ahí a las dos.

Juan sospechaba que, además de la aparición en la vida de su padre de aquella mujer, había algo más; quizás una complicación tan seria como para perturbar la tranquilidad que su padre mantenía hasta ahora. Teresa así se lo dejó caer y, por ese motivo, quería enterarse de primera voz.

—Te veo estupendamente, papá. Dame dos besos.

—¿Y tú cómo estás, descastao? Que no sé de ti desde hace un lustro. ¿Cómo llevas los estudios?

—Espero terminar en junio. Este último curso es muy riguroso y por eso me he concentrado a tope. Los métodos matemáticos son duros de roer; pero, si Dios quiere, en tres meses tenéis un ingeniero industrial en casa. Pero, cuenta tú. ¿Quién es esa Amalia? Tienes un aspecto estupendo. Es verdad que el amor rejuvenece, je je…

—La salud no creas, que ya todo son goteras —desviaba León—.

Comieron juntos en el piso aquel día, mientras se contaban penas y alegrías. Teresa y Juan querían saber todo de la amiga de su padre, pero éste le soltaba con cuentagotas cuatro datos y algunas señales porque, entre otras cosas, no había mucho más que contar.

Después de tomar café, León echaba una cabezadita en el sillón, como hacía siempre. Cuando se quedó dormido, Teresa le dio a su hermano la carpeta azul para que la leyera. Juan releyó varias veces el diálogo que su padre mantuvo con sus poetas preferidos, cuando murió su madre:

Arroyo, ¿en qué ha de parar / tanto anhelar y morir (…)? —decía Luis de Góngora—. Un borbollón de agua clara, / debajo de un pino verde, / eres tú, ¡qué bien sonabas! —le contestaba Machado—. Ay, amor, / que se fue y no vino. (…) Ay, amor, / que se fue por el aire —exactamente, se fue por el aire—. Esa es la verdad, amigo Lorca, el Guadalquivir me dio la vida, la corriente me la quita, me llevó todo entero el Guadalquivir. Nunca un río arrastró tanto querer al mar…

No pudo evitar el nudo en la garganta y unas lágrimas deseosas de escapar.

En la carpeta azul de gomillas estaba el libro de familia, la esquela, el certificado de defunción, varias cartas de Montejaque, poesías, algunas fotos… Por último, Juan encontró un sobre grande blanco cerrado, en el que se podía leer:

PODÉIS ABRIRLO CUANDO MUERA

LEÓN

Juan quiere saber el secreto guardado. Sopesa el sobre con ambas manos, lo palpa con sus dedos, lo mira -al trasluz de la ventana- por delante y por detrás… Incluso lo huele, esperando descubrir algún perfume… Nada, ni una pista. No quería perder la confianza de su padre y lo dejó en la carpeta. Tendría que ganarse su corazón de otra manera.

—Teresa, hermanilla, ¿qué sabes de este sobre?

***

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