Hace ya unos días, supimos el fallecimiento de Eladio Garzón. Llevaba algún tiempo en que no se encontraba bien.
De una promoción superior a la mía, siempre lo observé con interés. De aspecto robusto, voz grave, formal y ejemplar estudiante, era, sin duda -en aquella década de los sesenta-, un sólido referente para mí. Alguna vez llegué a decírselo, de lo que me alegro.
Durante años supe de sus labores y avatares hasta que en el 97 coincidimos como vocales en un tribunal de oposiciones a inspección. Durante casi un año nos reencontramos con la fuerza que da un pasado común y un presente compartido. Hablamos de lo divino y de lo humano; más de lo segundo, es verdad. Cuando escuchaba a cada opositor, lo dibujaba de una forma muy particular. Después de cada exposición, en la puesta en común consiguiente, manifestaba sus opiniones -siempre técnicas y precisas-, teniendo en cuenta la imagen ideográfica. Sorprendente. Departimos momentos entrañables con su voz ronca, con su gracejo granadino, nunca perdido, y con la sorna heredada de su padre, quien tuvo la ocurrencia y habilidad, siendo juez de paz de su pueblo, de convencer a sus vecinos ‑y hasta a su propia mujer- para que registraran a sus hijos con nombres clásicos: Honorio, Héctor, Eladio…
Eladio detrás, a la izquierda. Paco delante, a la derecha.
Su palabra en la inspección estuvo impregnada de cordura, conocimiento y sentido práctico: poniendo más énfasis ‑como creo que así debe ser- en el aprendizaje que en la enseñanza. Fue Jefe de Servicio de Inspección, en Sevilla, y miembro de la Alta Inspección, en Andalucía. Su sencillez y compromiso con los más débiles hacían de él una persona entrañable y comprometida, no exenta de cierta melancolía, pues, como es sabido, la vida reparte cartas de todos los palos.
Me gusta más el reencuentro y el reconocimiento que vivir anclado permanentemente en la nostalgia de los recuerdos. El azar y la profesión nos hicieron caminar juntos durante años. Él en Sevilla y yo en Córdoba. Bastantes veces coincidíamos, menos de las deseables a la vista de su inevitable ausencia. Hablábamos con hondura y sinceridad y poníamos a la luz los devenires del alma que, en su caso, eran los de un hombre bueno y honrado y un excelente inspector.