28-02-2011.
De todas aquellas noches primeras de soledad en su dormitorio, con los recuerdos tan palpables que se hacían casi físicos, hay una que no se le ha borrado a León del pensamiento: la primera. Ni el Valium 10 ni la tila doble bien caliente evitaron, pese a la relajación que le produjeron, que pudiera conciliar fácilmente el sueño. Tenía el paladar acorchado y una pesadez en los párpados que parecía que se le iban a desprender como hojas secas. Y cuando se le cerraron los ojos, la imagen que se le apareció en el entresueño no era la de su mujer ni viva ni muerta, sino la de una jovencita casi adolescente a la que tenía enlazada por la cintura bajo una brillante y abundosa yedra trepadora. No podía poner en pie en qué lugar ni cuándo. ¿Qué hacía allí en su subconsciente aquella muchacha? ¿Por qué la tenía tan cerca que podía escuchar el latido de su corazón a través de su blusa? ¿De qué se reía con aquella boca carnosa; acaso de él, de lo que le había dicho? Igualmente le resultaba extraño verse, siendo ya viejo, acercando sus labios a los de ella. ¿Qué hacían allí? ¿Se escondían? Los pájaros amparados en la yedra asilvestrada que trepaba por un muro ‑¿acaso de una iglesia?‑ no dejaban de piar. Algunos, momentáneos, abandonaban el escondite con un crujir de ala y hojas para emprender un corto vuelo y regresar de inmediato. La muchacha le ofrecía su boca para el beso. Y él, con el corazón sobresaltado, la aceptó. Pero aquel beso no sabía a fruta, ni tenía el calor de la vida. Aquellos labios tenían el color de la ceniza y un aliento a humedad de osario.