Amor

26-02-2011.
Hablarte hoy de amor, y en la situación en que estoy, es una falacia. Ya me vas entendiendo, ¿verdad, amigo Cirno? Me refiero al sentimiento. No te estoy hablando del amor que empieza y termina en la carne. Amor, como sentimiento profundo, sólo he sentido por dos mujeres: mi madre y la tierna Neubola. Y bien distintos fueron entre sí. ¿Gozar del cuerpo? Ya puedes imaginar: toda una lista de sucesos de los que apenas si guardo en la memoria un puñado, por lo satisfactorio o por lo doloroso.
Quizás por ello el amor, entonces, al ver que mi barba encanecía y el cabello me faltaba del casco, entre giros de sus alas de reflejos de oro, decidió sobrevolarme y pasar de largo. No he vuelto a sentir su proximidad.

Ahora ya me son más pesadas las mujeres y más livianos los jovencitos:
Oh, niño con mirar de doncella,
te persigo, tú no me escuchas,
ignorando que de mi deseo
tú conduces las riendas.
Las putas que me acogen saben ya a rancio y torpes son sus movimientos; las más jóvenes no se animan a dormir con viejos como yo que han perdido la gracia del cuerpo y sólo mantienen dura la lengua. Hoy me entrego más a la contemplación de la belleza y al deseo que al ejercicio del amor, que me deja con los huesos molidos y un jadeo de perro apaleado. Por el contrario, la contemplación no es sólo un sustituto de la acción amorosa, sino una de sus más puras consecuencias.
No sabes bien qué repugnantes me resultan esos viejos untados de perfumes y apañado el cabello, si es que lo tienen, con tintes para hacer menos declaradas las canas y engañosa la edad. Ignorantes son. Y víctimas del ridículo. Y hacen como que no oyen las murmuraciones. Pero el cuerpo es el más fiel reflejo de las ruinas, y le sucede como a las casas -por muy preciado abolengo que tengan sus moradores- que, con los años, empiezan a mostrar las grietas en los muros y a descascarillar la fachada.
El vino es mi tónico. En él he confiado siempre. La juventud dura un tiempo muy breve, lo que dura el fruto en el árbol. Luego, amarga y prolongada, llega la vejez sobre la carne. Y toma posesión del hombre, como el tirano de una ciudad conquistada tras dura pugna: sin respetar a los vencidos, ni conservar sus dioses, ni perdonar a las viudas y a los huérfanos.
No creas a quienes dicen que la vejez otorga sabiduría. Eso es de Homero y los manipuladores de la ética antigua. La vejez es odiosa a la par que infame, aunque algunos quieran revestirla de dignidad. Mira a cuantos nos rodean; contempla sus rostros, amigo Cirno: ¿hay alguno que conserve la huella de su gloriosa juventud? Todos tienen el rictus de la necedad embotada y el embrutecimiento; y no es por efecto sólo del vino, sino de la vejez. La edad, que desfigura al hombre y, envolviéndolo, daña sus ojos y su mente.
Muy doloroso resulta un viejo lúcido, porque suelen -en algún momento- flaquear de la memoria. La claridad de ideas, con la edad, la va perdiendo; pero más penoso es si la conserva y se va dando cuenta de cómo avanza la decrepitud. Algunos se refugian en la ingenuidad de los niños y, como ellos, se rigen por caprichos.
A todos cuantos ves a nuestro alrededor los conozco y sé de ellos que tienen torpes las ideas; y muchos lucen ya el sexo como un pingajo y no se lo animan ni las más hermosas danzarinas de Mileto, por más discurso que empleen para aparentar lo contrario. Yo ando a medias. A veces me sorprendo con mi estímulo insospechado y otras me acongojo con mis recaídas en la abulia. Sólo el vino me es fiel. Ríete del que ha dicho: «Al hombre no le es lícito, una vez que le llega la vejez, recobrar de nuevo la flor de la juventud; pero el brillo de la virtud de los humanos no se marchita a la misma vez que el cuerpo, sino que lo alimenta». No son sino grandes palabras. Esas que quedan escritas y son el prestigio de la maldita eluciencia de esos pensadores que pretenden salvar al hombre de su destino miserable. Ellos hablan de virtud, verdad, idea, bondad, justicia, alma, y creen instaurar el reino de la razón. ¿Acaso brilla hoy entre nosotros alguna de estas virtudes? Saco de despojos es lo que somos; y tú, mi joven Cirno, también lo serás, pese a tu belleza exultante de hoy y a tu empeño por alcanzar la sabiduría, si es que no te arrebata la muerte en plena juventud.
Cleotas, mi maestro primero, cuando nos llevaba a la terraza y nos repartía un trozo de pescado seco y una torta de pan de higos y almendra, a veces hablaba de la fugacidad de la vida: «Tener salud es lo mejor para un mortal; lo segundo, haber nacido hermoso de propia naturaleza; lo tercero, ser rico sin engaños; y lo último, gozar de la juventud entre amigos». En esto, y en mi medida, he procurado serle fiel en sus ideas. Ni obtuve riquezas, con engaños o sin ellos; tuve el don natural de la salud mientras mi cuerpo fue fuerte; y mi hermosura quedó ya atrás, como la juventud.
Reconozco que hay hombres que nacen para el cultivo de la sabiduría, como los hay que están dotados para la guerra, el crimen, la música o la poesía. Cleotas era de los primeros. Aun hoy reconozco en mí el fruto de su palabra. Y eso que he pretendido borrar de mi frente todas aquellas de los grandes maestros que envenenan el alma de los crédulos y los conducen a la unificación aborregada. El hombre ha de ser libre hasta en el conocimiento. Pero el individuo es distinto al hombre, ya sabes: el hombre es lo abstracto y el individuo es la concreción del hombre.
Odio, sin embargo, con igual intensidad a los llorones. A esos que andan siempre quejándose de la pérdida de la florida edad. Plañideras elegiacas que se mesan los cabellos con palabras prestadas y no se resignan a entregar al tiempo lo que es del tiempo. Descarados son, además, cuando piden el reconocimiento público por creerse depositarios de la herencia homérica.
Si insensatos son los que invocan en su auxilio a los muertos -que ya ni los oyen ni los aman-, más insensatos son los que andan, como mujerzuelas, cantando a la juventud perdida. Yo encontré el remedio eficaz para sobrevivir en las ruinas: bebiendo he ahuyentado mis amargas tristezas y, armado con la coraza del vino, he emprendido crueles batallas conmigo mismo -que son las más dolorosas que un hombre puede mantener- hasta conseguir un corazón tan despegado y ligero como las plumas de los gansos que rellenan los almohadones de los ricos.
Puedes volver a Paros, amigo Cirno; pero sin mí. La política me ha tenido fuera de sus redes. Yo nunca le he pertenecido, porque soy un bastardo. La bastardía te da la suficiente libertad como para soltarte la lengua y, una vez mojada en el ajenjo, esputar al rostro de los serviles. Yo me sé la tonada de todas esas aves que, si las escuchas con atención, llegan a decir lo mismo.
Tú has venido a buscarme y me has encontrado en el lodo, en la cloaca. Soy feliz estando donde estoy. A mi edad, y con el escaso pelo cano, no puedo entusiasmarme con tu proposición. No quiero que me exhiban como un raro monstruo, enjaulado por la ciencia. Los maestros no buscan sino la erudición y adoctrinan a sus discípulos para que continúen esa nefasta corrupción de la sabiduría. Yo huelo a muerto; sí, sí, no me hagas remilgos educados. Estas carnes mías así lo atestiguan. Paros no me devolverá las dos cosas que más deseo: el vigor de la juventud perdida y mi dulce e irrepetible Neubola. ¿Qué pueden ofrecerme, entonces, los académicos? Mira, ¿ves?: me meo en ellos, con este chorro que huele a vino agrio, y de camino desalojo mi vejiga.
La vida y la obra de un hombre no puede encerrarse en unos escritos.
Aguardo sólo a que este dolor, que me arranca los sesos, tarde más de lo posible; que alguien tenga piedad de este viejo y me dé un jarro de vino o me pague, a cambio de un poema mío, un baño en agua caliente con la piadosa mano de ese joven bañista de la calle de los cargadores, fuerte y hermoso como un potro. No me pidas que vuelva a Paros. Dile a tus maestros que yo, Arquíloco, nada tengo que ver con sus métodos y todo cuanto escribí o dije lo hice o por placer o por perversión. Nada me deben y yo no deseo ningún honor entre los cadáveres de la retórica. No he pretendido, como otros, convocar en mí toda la evocación de los hombres anteriores, transidos de la divinidad y abocados, sin remedio, a ser elementos de una cosmogonía hesiódica. Sencillamente, lo que has encontrado ha sido sólo un ser humano al final de sus días.
Si quieres que te recuerde como la última golondrina de la primavera, no me pidas que abandone mis ruinas. Yo aún mantengo aquella promesa que me hice al abandonar nuestra patria: «Olvida Paros».
 

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