27-01-2011.
Te he hablado ya tanto del vino que no sé si te he dicho que es para mí como el espejo del hombre. El más cruel de los espejos, por ser el más lúcido, pues no disimula ni una arruga del rostro ni el más mínimo indicio de ruina. Pero, a pesar de su desvergonzado silencio, acudimos a él con la certeza de que no nos defraudará: el joven, porque quiere ver afianzada su juventud sin grieta y deleitarse con el esplendor repetido de su rostro; el que aún se cree hermoso, para contemplar y retener en su memoria el último rasgo incorrupto, la línea que aún conserva la tersura y el frescor de la belleza; el desdentado, para averiguar si le queda algún hueso sano en la boca y evitar incómodos accidentes; el aguerrido, para reconocer el poder de su brazo de hombre o la firmeza de sus músculos; el solitario, para buscar la compañía consigo mismo; el bardo, para escuchar su voz mercenaria, por una vez libre de precio; el enfermo, para diagnosticarse la salud o la muerte con la certeza de un falso Hipócrates; el loco, para encontrar la cordura perdida; el viejo, para recuperar el tiempo que se le escapó entre las manos con la misma celeridad que se escurre el agua de los arroyos entre los dedos de los pastores; el rapsoda, para recitarse a sí mismo los versos que no se atreve a decir ante los señores, al calor del fuego; el soldado, para ver otra vez el rostro del enemigo al que ensartó de la lanzada; el marinero, para admirar la soledad del mar, detenida en el momento preciso del ocaso. Tú, sin duda, amigo Cirno, con paciencia y observación podrías ampliar esta lista de devotos de Dionisos y sus razones. Hasta los más sabios acuden al vino con tal de fundamentar su verdad. Para ellos, es un espejo sin azogue, pues pueden traspasarlo sin herirse.
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