Un puñado de nubes, 12

25-02-2011.
—Padre, esta es Amalia —presentaba León—.
—Mucho gusto. Su hijo siempre me habla bien de usted.
Manuel empezó a preguntarle sobre mil cosas: de dónde era, qué estudiaba, cuánto tiempo llevaban de novios… añorando, quizás, sus años de sargento en el puesto de la Guardia Civil. La madre, Ana, enseguida le dio dos besos y la rescató con el pretexto de presentarle el resto de la familia y enseñarle su habitación.
—Dormirás en el cuarto de León; y él, con su hermano Antonio.
Después de la falsa amenaza de bomba en la Facultad, ambos jóvenes se juraron amor eterno. En realidad fue él quien, en un arrebato, le abrió el corazón sellado durante mucho tiempo y vació tanto contenido reprimido, mientras ella se lo comía a besos.

Decidieron aprovechar los veinte días de febrero, sin clases, dedicados a los exámenes y a hacer una visita a las dos familias. Así que lavaron el Citroën 2 CV amarillo de Amalia en la Fuente del Avellano, metieron en sendos macutos sus vaqueros y unas camisas, y pusieron rumbo a Valdelduque sin más demora. Ella conducía el coche con maestría y prudencia por aquellas carreteras angostas y llenas de baches…
Cierto es que apenas conocía a aquella chiquilla de veinte años, con su energía desafiante. Eran sus ojos expresión viva: las chispas que desprendían sus enormes pupilas negras le atraían como grandes imanes que le provocaban soñar con su mirada abierta y clara. Sonrisa encantadora y valiente la suya; su voz era agradable, de contralto de orfeón. Pero lo que terminó venciendo su natural timidez fue el disimulado perfume que embriagaba su cuerpo con olor a huerto. Cayó en sus redes, intentado bucear en su interior para encontrar el refugio que tanto necesitaba.
Amalia se enamoró «Desde el primer momento en que lo vi» —decía siempre ufana—. De él le atraía su aparente fragilidad, la dulzura de sus facciones, la inseguridad con la que se movía por clases y pasillos… Luego pudo comprobar abundante sensibilidad a flor de piel, inocente ignorancia sobre el mundo, su entrega apasionada y la bondad de su alma.
Era evidente que se complementaban. Por eso eran felices, a pesar de los duros estudios y del poco dinero del que disponían. León disfrutaba de una beca que apenas cubría los gastos de matrícula y una parte del Colegio Mayor. Amalia se mantenía con las aportaciones que hacían sus padres, que no eran las que ella quisiera.
¿Cuántos trenes o historias de amor se pierden por minutos, o aviones que se estrellan por casualidades de la vida o del destino?
León y Amalia decidieron unir sus destinos para bien o para mal, cambiando el sonido lastimero de la tuba por el frescor de una manzana.
—Y que Dios nos ampare —terminó diciendo León—.
Amalia relamía la tortilla de patatas con cebolla, el chorizo y salchichón de la matanza, que ya estaban lo bastante secos para saborearlos. Repetía, sin cortedad, las finas tapas con pimienta que le partía Manuel.
Echados en el suelo, ante la llama viva de la chimenea, jugaron a Los palillos. Uno de los juegos, de la niñez perdida, que más gustaba a León. Se tiraba un puñado de palillos de los dientes ‑cuanto más largos, mejor‑, de un solo golpe, haciendo un montón, para después irlos retirando con otro palillo, uno a uno, sin mover los demás. Amalia siempre perdía, pero se desternillaba como no lo hacía en mucho tiempo.
En la mecedora, con la mirada fija en las ascuas, Manuel hablaba bajito con mama Ana, que lo miraba todavía ilusionada, sobre lo rápido que pasan las hojas de la vida. «Para el cielo ya habrá tiempo», solía repetir.
—A la cama —ordenó Ana—. Que hay que acostarse el mismo día en que uno se levanta —sentenció con una sonrisa—.
Fue lavándose los dientes, cuando Amalia dijo insinuante a León:
—¿Hoy quieres dormir con pijama?
—¡No seas mala! Buenas noches.
Le tiró un beso con la mano y se fue a dormir con su hermano Antonio, mientras en el salón se escuchaban los últimos anuncios del televisor en blanco y negro, recién comprado, de La Casera y del Detergente Colón, con su consejo:
Busque, compare y, si encuentra algo mejor, cómprelo.
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