14-02-2011.
León quedó viudo cuando tenía algo más de cincuenta años. Fue un duro golpe para él. El matrimonio se había quedado ya solo. Su hija estaba recién casada y su hijo andaba fuera, haciendo prácticas en una empresa de telecomunicaciones.
La muerte siempre es jodida, sea el día que sea; pero mucho más en un día tan señalado como el de las ánimas, en un noviembre agarrotado por un frío helador que descascarillaba hasta la corteza de los algarrobos y eucaliptos de la avenida del cementerio. A todos extrañó su entereza durante el entierro de su mujer. No derramó una sola lágrima. Odiaba el espectáculo del derrumbamiento del alma de un hombre. Sin embargo, por dentro tenía empapado el corazón de un llanto salobre. Nadie escuchó cómo maldecía entre dientes: «¡Puta vida y puta muerte!». Sus hijos lo custodiaban: un ángel masculino con gabardina a lo Bogart y otro femenino con un rostro como el de Leslie Caron en Gigi, la primera película que había visto con su mujer, de recién casados. Pendientes los dos custodios de que se viniera abajo; pero él se mantuvo entero, sosteniendo la mirada de cuantos se acercaron a darle el pésame. Le sonaron vacías las palabras del cura de la capilla del tanatorio: