Un puñado de nubes, 07

14-02-2011.
León quedó viudo cuando tenía algo más de cincuenta años. Fue un duro golpe para él. El matrimonio se había quedado ya solo. Su hija estaba recién casada y su hijo andaba fuera, haciendo prácticas en una empresa de telecomunicaciones.
La muerte siempre es jodida, sea el día que sea; pero mucho más en un día tan señalado como el de las ánimas, en un noviembre agarrotado por un frío helador que descascarillaba hasta la corteza de los algarrobos y eucaliptos de la avenida del cementerio. A todos extrañó su entereza durante el entierro de su mujer. No derramó una sola lágrima. Odiaba el espectáculo del derrumbamiento del alma de un hombre. Sin embargo, por dentro tenía empapado el corazón de un llanto salobre. Nadie escuchó cómo maldecía entre dientes: «¡Puta vida y puta muerte!». Sus hijos lo custodiaban: un ángel masculino con gabardina a lo Bogart y otro femenino con un rostro como el de Leslie Caron en Gigi, la primera película que había visto con su mujer, de recién casados. Pendientes los dos custodios de que se viniera abajo; pero él se mantuvo entero, sosteniendo la mirada de cuantos se acercaron a darle el pésame. Le sonaron vacías las palabras del cura de la capilla del tanatorio:

—La muerte no es un lugar emporcado, tenebroso y maloliente. Dios lo ilumina. Para el que no tiene fe ni esperanza, la vida es solo el espacio que hay entre dos puntos: la cuna y la tumba.
—¿Qué coño sabría el cura —pensó—, si él no tenía ni idea de lo que era dormir junto a ella, oler su pelo, acariciar la piel de sus muslos o respirar su silencio?
Y miró los cipreses puntiagudos, enfundados en sus capotes verdinegros, soportando estoicos la lluvia impertinente.
Poco tiempo habían disfrutado juntos de su ascenso en la Caja de Ahorros. Subdirector, con despacho independiente y cartera de clientes con comisión por cada nueva cuenta u operación.
Al incorporarse al trabajo, una semana después del fallecimiento de su esposa, León pudo comprobar cómo en pocos días su actividad empezaba a crecer. No se percataba de que se acercaban a él sobre todo mujeres. Lourdes, la cajera, separada desde hacía dos años, bien dotada de senos, rabiosa de carmín la boca y con caderas poderosas, buscaba cualquier momento de tranquilidad en la caja para acercarse a su despacho y, aproximándose a él, insinuarse como posible candidata a ocupar su corazón. Igual que Constanza Bermúdez, la directora del Grupo Escolar Las Acacias, baja y culona con voz de vicetiple de revista de Colsada, que vino a consultarle un día sí y otro también sobre un plan de pensiones, un seguro de vida y la situación de los bonos del estado. Y la pizpireta muchacha de la agencia de viajes El Universo, que llegó a proponerle un paquete de viaje exclusivo para personas de su edad y situación, que comprendía un crucero por el Mediterráneo: gente desparejada, culta, de buena presencia.
—Podría venirle muy bien —le dijo—; una persona como usted lo que necesita en estos momentos es una cosa así: relacionarse, evitar encerrarse en sí mismo.
¿Cómo no mandó al carajo a aquella jovencita entrometida? Hasta don Luisito, el contable de los almacenes de tejidos Los Espejos, llegó a insinuarse:
—Ya sabe usted, don León, que puede contar conmigo para todo —dijo meloso—. Y digo para todo, que un hombre como usted tan joven todavía… ya me entiende; para lo que necesite, aquí me tiene. No digo hoy ni mañana, sino cuando se le tercie, yo sabré socorrerle.
No pudo soportar ni aquellas palabras ni el denso perfume que desprendía el contable y, tan pronto como abandonó el despacho, León salió a la calle a respirar hondo. Sus compañeros supusieron que había sufrido un nuevo ataque de ansiedad como en los últimos días.
Aún durante meses después, a eso de las tres y cuarto, cuando regresaba de la Caja, abría la puerta de su casa y llamaba:
—¿Nena, estás ahí? Soy yo, ya estoy aquí, cariño.
***

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