El consumo de grasas por el hombre es absolutamente necesario para su desarrollo y para el mantenimiento de la salud. Esa exigencia, con ser importante, no es exclusiva de este principio inmediato; pero lo que sí lo diferencia de los demás es que las grasas modifican en gran manera las cualidades organolépticas de los otros alimentos cocinados con ellas ‑no hay más que degustar unas patatas cocidas o asadas y compararlas con otras fritas para entender la afirmación anterior‑. Esas dos cualidades hacen que las grasas estén presentes en la alimentación humana, pero su naturaleza y la forma de consumirlas es diferente según la cultura de que se trate.
El hombre tiene, a diferencia de los animales, la capacidad de llenar de sentido espiritual los objetos materiales y convertirlos, de esa manera, en símbolos. La estructura de esos símbolos conforman y definen lo que es la cultura de un pueblo o, como le gusta decir al profesor Jáuregui, de una tribu.
Los alimentos no escapan a ese poder simbólico en las culturas, antes bien su valor es importantísimo en las mismas. ¿Acaso un español en el extranjero podría sustraerse a la emoción al encontrar, en un restaurante, el anuncio de una humilde tortilla española? Si se pudiera medir esa misma sensación en un inglés ante un plato de pudding o en un italiano ante unos spaghetti, el resultado sería similar que en el caso español. La razón de ello es que ese fenómeno emocional es común a la especie Homo sapiens, mientras que los distintos objetos que lo provocan (tortilla, pudding, spaghetti…) caracterizan a las distintas culturas, que a su vez sirven para identificar a los hombres que la integran y que los diferencia de los pertenecientes a otras.
Las tres grandes culturas del mundo occidental ‑cristiana, judía y musulmana‑ tuvieron entre sus símbolos diferenciadores el consumo de distintos tipos de grasa. Mientras que la primera de esas culturas, porcófila, usaba principalmente el cerdo como fuente de grasa, la última, porcófoba, empleaba el aceite de oliva. Esas culturas han evolucionado a lo largo del tiempo de tal forma que, en la actualidad, el mundo occidental más desarrollado económicamente utiliza con preferencia grasas de origen animal (mantequilla, tocino…), mientras que el más atrasado emplea aceite de oliva casi con exclusividad.
Las razones culturales para explicar las bondades de un tipo u otro de grasa, al estar cargadas de valores emocionales, eran difíciles de entender, hasta que los científicos Aravanis y Miros constataron que los consumidores de aceite de oliva sufrían menos enfermedades cardiovasculares que los consumidores de mantequilla.
La aparición de los primeros estudios realizados con rigor científico provocó la sorpresa en unos y la esperanza en otros, no sólo por lo que respecta a las propiedades cardiosaludables del aceite de oliva, sino por otros aspectos. Crawford demostró el efecto positivo de esta grasa en el desarrollo del cerebro de los lactantes, cuando sus madres consumen aceite de oliva; el profesor Messini comprobó la relación entre el consumo de esta grasa y la reducción de la formación de cálculos biliares; Smith y Llith observaron el efecto radioprotector de este aceite y, últimamente, se ha podido demostrar la excelencia de su ingesta para prevenir el cáncer de próstata.
Ante este cúmulo de novedades científicas ¿es difícil explicarse que los americanos hayan empezado a tomar una cápsula de aceite de oliva en el desayuno?
Existen elementos propios de una cultura que, por su extraordinario valor, son reconocidos y asumidos como tales por todas las culturas desarrolladas. Eso ocurre con los grandes descubrimientos del ámbito de la física, la química, la biología y sus aplicaciones. Esos valores conforman lo que se llama civilización, y el proceso por el cual un símbolo exclusivamente tribal pasa a ser reconocido como un elemento de la civilización universal es algo, tan trabajoso de conseguir por el hombre, que casi habría que considerarlo como un milagro.
Asistir a la realización de un milagro es un privilegio que, generalmente, sólo de tarde en tarde se produce; pero es muy probable que nosotros, ahora, estemos asistiendo a uno de ellos: al cambio del valor simbólico del aceite de oliva, como objeto tribal de la cultura mediterránea, por otro valor, enteramente científico, propio de nuestra civilización.
21-03-06.
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