Mendigos

A menudo nos encontramos en nuestras ciudades, en Cartagena por supuesto, con mendigos en actitudes implorantes, llenos de miseria y enfermedad, que reclaman alguna migaja de los viandantes que pasean mostrando una opulencia o, simplemente, una suficiencia económica no compartida por ellos. La convivencia con esas situaciones se hace tan rutinaria que apenas le prestamos atención y, en ocasiones, ni siquiera miramos los rostros lastimosos quizás para no herirnos en nuestra exquisita sensibilidad.

Todo lo más dejamos traspasar la piel de nuestro monedero desde el que trasladamos, con hábito impasible, una pequeña limosna que no sé si llega a contentar nuestra conciencia, adornada con el odioso nombre de caridad.
Pero en esta ocasión la situación fue diferente, mucho más impactante, a pesar de no contar con la aparente gravedad a la que nos hemos acostumbrado día a día.
El ascensor me había dejado en el rellano de mi vivienda. Había sacado ya la llave del bolsillo y me disponía a abrir la puerta del piso cuando, al levantar la vista, vi a una mujer alta y fuerte, de mediana edad, que debía haber sido muy hermosa en su no lejana juventud. Llevaba una ropa un tanto ajada, pero no rota. Y rezumaba limpieza y elegancia dentro de la pobreza y sobriedad de su atuendo.
No sé bien cuál era su nacionalidad; sólo sé que, en un perfecto castellano, me imploraba una ayuda. Su actitud de una infinita tristeza, revestida de dignidad y señorío secular, me dejó fuera de sitio, sin explicaciones ni razones que pedir o que dar. Cuando le pregunté (lo hice varias veces) qué quería, qué necesitaba, ella sólo me respondía: “ayúdeme, por favor”. Tantas cuantas veces yo preguntaba ella respondía con esa frase inalterable, posiblemente aprendida. Era como un latigazo que cruzaba el aire clamando con voz suave y enternecedora contra la injusticia de una situación humillante.
Reconozco que ese encuentro me paralizó de tal manera que no supe resolverlo adecuadamente, tan sólo deposité una moneda algo más generosa en la mano de la señora, pero me quedó algo más que un pellizco, que, a menudo, agita mi memoria. Ojalá que volviera a ver a la señora, pero no estoy seguro de no seguir paralizado ante la digna presencia de una mendiga que reclama un mundo mejor, aquí en nuestro gran primer mundo.
Cartagena, 17 de octubre de 2005.
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Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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