“Los pinares de la sierra”, 164

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3.- Como gemelos de distinto sexo.

El viernes por la tarde, el primero en llegar al despacho fue Soriano. Todavía no eran las siete cuando entró en la oficina sin llamar y con cara de preocupación. Llevaba un traje azul marino con rayas blancas, muy finas, y una corbata de colores muy hortera; se había dejado crecer el pelo del cogote y tenía un aspecto heterogéneo, entre feriante de ganado y poeta pobretón. Estaba claro que había tomado unas copas de más, porque empezó a decirle que siempre le estaría agradecido, que nunca olvidaría su cordial acogida cuando llegó a Barcelona, que siempre se sintió tratado como un familiar, e incluso mucho mejor que de la familia, y que jamás olvidaría que gracias a él había conseguido todo lo que tenía. O sea, empalagosas monsergas de borrachín, que Paco cortó de raíz para preguntarle por lo que en realidad le interesaba.

―Vale, Soriano, agradezco mucho tus palabras; pero me gustaría saber si a estas alturas tenemos un cliente con dinero para el domingo.

Bajó la cabeza, lo miró buscando una respuesta y Portela presintió lo que ocurría.

―De momento, no lo tenemos; pero me ha dicho María Luisa que la llame cuando termine la reunión. Ella sigue a lo suyo sin perder las esperanzas. No se preocupe.

―Pues, como no lo consiga, estamos fastidiados. ¿Vale?

No sabría decir hasta qué punto le afectó a Paco la respuesta. Se acordó de la noche que estuvo con Gálvez en su despacho, hizo una pausa y trató de alejar aquellos negros pensamientos para centrarse en el discurso que, en menos de media hora, debía dirigir a los vendedores. Salieron del despacho, tomaron juntos el ascensor y entraron en Los Intocables. Para dominar los nervios o para evitarlos, Paco se dirigió a la barra y pidió un coñac para él y un café para Soriano. Tony les dijo que el sotanillo estaba preparado y que ya había llevado unas cervezas a los tres o cuatro vendedores que se habían adelantado.

A medida que llegaban los demás, iban pasando a la trastienda tras saludar a Portela y a Soriano. Unos minutos antes de las ocho, hizo su entrada en la cafetería Martina Méler con un sensual movimiento de hombros y caderas, luciendo una sonrisa atrevida e insolente. Se había recogido la melena, llevaba un vestido azul marino, sin mangas, muy ajustado a la cintura, con un discreto escote que ocultaba la magnificencia de sus pechos altivos y orgullosos, y unos zapatos de tacón alto del mismo color del vestido. Se dirigió hacia donde estaban y preguntó sin abandonar su provocativa sonrisa.

―Buenas tardes, señor Portela. ¿Soy puntual?

Se colocó en la barra al lado de Paco, encendió un cigarrillo y le dijo en un tonillo sugerente.

―¿Me invitas a una copa?

Soriano los dejó solos, consciente de que allí estaba de más; se despidió con mucha educación y se unió al resto del equipo.

A las ocho, Paco le hizo un gesto a Martina con los ojos y juntos hicieron su entrada en el sotanillo. Los vendedores se pusieron en pie y, con las palmas de las manos hacia abajo, Paco les indicó que se sentaran. Todos ocuparon sus asientos colocados en círculo, y él se sentó junto a Martina en una de las butacas que habían quedado libres. A un lado, estaban los vendedores nuevos, mirando a los veteranos con recelo, expectantes ante lo que iba a pasar e interesados en cómo pasaría; y al otro, los antiguos, alegres y confiados, observando a los novatos con aire de superioridad, sin dejar de reír y parlotear.

Martini Rojo y Loli llegaron tarde, cogidos de la mano, tan acaramelados, como una pareja ideal. Él llevaba unos vaqueros sucios, una sudadera azul marino de Adidas y unas zapatillas asquerosas de la misma marca; y ella una camiseta sin mangas de color negro, con dos lacitos en los hombros; un pantalón rojo, muy cortito, y unas sandalias planas sin calcetines. Los dos muy serios, los dos con gafas, los dos muy formales, como gemelos de distinto sexo.

roan82@gmail.com

Deja una respuesta