“Los pinares de la sierra”, 123

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

4.- La preocupante llamada del director.

Unos días más tarde, coincidí con Martini en el ascensor. Al contrario de cómo se había comportado en su actuación con el instructor de AMDE, aquella tarde parecía serio y preocupado. Llevaba unos pantalones vaqueros, gastados y descoloridos, como si los hubiera lavado cientos de veces, y unas zapatillas deportivas viejas y asquerosas. Si bien sus ideas de un ecologismo, primitivo y progresista, habían despertado la simpatía de sus compañeros de equipo, no habían conseguido la misma acogida entre la dirección. Sabía que lo esperaba el director comercial y se presentó en su despacho, sin pedir permiso.

―Buenas tardes ―dijo, puesto en pie, con una voz pastosa, por culpa de los dos carajillos que se había tomado en Los Intocables, para acumular seguridad―. Me ha dicho mi jefe de ventas que quería usted hablar conmigo.

―Muy buenas, señor Martín ―respondió levantándose de su sillón y ocupando uno de los confidentes que había delante de su mesa―. Siéntese aquí a mi lado, por favor.

―Muchas gracias.

―Si le he mandado llamar ―siguió diciendo el director―, es porque me han contado su actuación ante el instructor de AMDE, hace unos días, y me interesa conocer su opinión, personalmente. A ver, dígame: ¿qué esperaba encontrar entre nosotros cuando decidió trabajar en Edén Park?

Bajó la cabeza, como si buscara la respuesta correcta, y miró a su interlocutor con unos ojos brillantes, encubridores del delito.

―Pues eso que aquí se nos repite con tanta frecuencia: prosperidad, riqueza y todas esas cosas que nos prometieron en el cursillo, éxitos y un nuevo estilo de vida a base de hacer felices a los demás. O sea, salir del círculo vicioso de escasez, frustración e infelicidad en el que estoy sumido.

Gesto de aprobación con la mirada por parte del director.

―¿Le puedo hacer una pregunta? ―propuso Martini con intención—.

―Adelante, adelante; hablemos con toda confianza.

―Es que hay algo en todo esto que no puedo entender; que no me cuadra.

―Usted dirá.

―¿Puede decirme qué ocurrirá con la gente que no pueda terminar de pagar su parcela? ¿Perderán todo lo que han pagado?

―¿A qué viene eso ahora, señor Martín? Ya sabe que aquí tratamos a los clientes con humanidad, y les ayudamos a conseguir una vida mejor. Debe ser positivo.

―Sí, señor. Mi padre siempre fue un hombre positivo y cumplidor en su trabajo. Hablaba muy bien de la empresa en la que trabajaba, se enfadaba mucho cuando alguien despotricaba de sus jefes, y decía que había que buscar el lado bueno de las cosas. Pero, un día, le diagnosticaron una grave enfermedad y, a los tres meses, recibió una carta certificada, comunicándole el despido.

―Ya se sabe que la vida es cruel en ocasiones ―comentó muy serio el director―. No se enfade, pero quizás su padre había cometido algunos errores en el pasado.

―Y, ¿por eso tuvo mi madre que ponerse a fregar escaleras? ¿Por eso tuve yo que abandonar la escuela, y pasarme el día jugándome la vida con un Vespino de segunda mano, repartiendo paquetes y evitando a los coches, que ya me han tirado de la moto varias veces? ¿Me lo puede explicar?

―Cálmese, por favor. Personalmente, no tengo nada contra usted. Me consta que es un líder, abierto y divertido, que goza de la simpatía de sus compañeros. Pero, dígame: ¿por qué puso en ridículo al instructor de AMDE? ¿Por qué lo hizo?

―Admito que quizás cometí un error. Posiblemente, no debería haberlo hecho.

―No, Martín, no fue solo un error ―dijo el director, seguro de haber tocado el corazón del muchacho y llevado la conversación al punto exacto que le interesaba―. Cuando sus compañeros le animaron a salir al estrado, a base de halagos y palmaditas en la espalda, ya sabían cuál iba a ser su comportamiento. ¿Cómo no lo iban a saber, si unos días antes tuvo la misma actuación ante el señor presidente? ¿No lo entiende? Los chicos como usted, tan ingeniosos e inteligentes, son peligrosos. Y no trato de decir con esto que no tengan un buen corazón. No es eso. He conocido a muchos, sin una pizca de maldad, y con enorme influencia sobre sus compañeros, que por la maléfica tendencia de alinearse en el bando contrario, han perdido magníficas ocasiones de prosperar en la vida.

―Creí que el hecho no era tan grave, ni tan importante.

―Quizás en eso lleve usted razón; pero lo era. Cuando salió dispuesto a rebatir las teorías del instructor, se sintió un ser especial, incapaz de adoptar la postura que su empresa esperaba en aquel momento. No pudo evitarlo, porque usted es así. Necesitaba lucirse, demostrar ante sus compañeros que era mejor persona y más inteligente que aquel desconocido que les trataba de ayudar. ¿Verdad que sí?

―No lo pensé.

―Claro que lo pensaste, joder ―estalló, dejando a un lado el respetuoso usted, y pasando a un provocador tuteo―. Y, si no lo hiciste, deberías haberlo hecho. ¿Por qué no pensaste en la difícil situación que atraviesa la empresa? ¿Me lo quieres decir? ¿Quizás porque querías sentirte superior? ¿Intentabas conseguir alguna cosa? Lo siento, Martín; con esa actitud no llegarás nunca a nada y será muy difícil que ganes dinero alguna vez.

―Pues dinero es lo que necesito.

roan82@gmail.com

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