Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.- Dudas fundamentadas.
En los últimos tiempos, la precavida conducta de Fandiño no pasó inadvertida para los miembros de su equipo. A pesar de ser un hombre reservado, el gallego había comentado en alguna ocasión sus sentimientos por Lucía y sus proyectos de futuro; pero sabían también el miedo que le tenía al señor Gálvez. Es decir que, cuando los vendedores se presentaron en la oficina y se les informó de que Fandiño se había marchado a Galicia con urgencia, se olieron que algo raro pasaba, y les pareció muy sospechoso aquel viaje tan imprevisto. Movidos por la curiosidad, algunos se interesaron por lo ocurrido y otros sonrieron con malicia, imaginando cuáles eran las razones de su ausencia.
Como todos los domingos, antes de salir, actualizaron los planos, bajaron a Los Intocables, se tomaron unas copas de coñac, para que les diera buena suerte y recibieron a las familias que subían a visitar la urbanización. Al llegar a Edén Park, les sorprendió la presencia de Gálvez, acompañado de su esposa y de un hermano suyo, un mocetón alto, recio y viril, teniente de la Guardia Civil, según le confesó al jefe de ventas, que llevado de sus naturales intereses, pensó –por un momento– que el teniente estaba interesado en comprar.
―¿Conoce Edén Park?
―No, señor.
―Si le parece, cuando termine de atender al resto de clientes, puedo enseñarle la finca, al final de la mañana.
―Muchas gracias; hablaremos entonces si le parece ―dijo Gálvez, estrechándole la mano―. Ahora vamos a dar una vuelta por nuestra cuenta.
Al terminar el trabajo, cuando los autocares se marcharon rumbo a Barcelona, Gálvez buscó a Paco y le pidió que le atendiera unos minutos, con exquisita cordialidad. Se sentaron en la agradable terracita que había a la entrada de la masía y tomaron unas cañas, mientras del interior les llegaba el ruido de los cubiertos que retiraba el personal de servicio, mezclado con algunas risas y gritos en voz alta.
―¡Vaya con el amigo Fandiño! También es mala suerte que, en un momento como este, se haya tenido que marchar ―dijo Gálvez, para iniciar la conversación―. Precisamente, ahora que las parcelas han doblado su valor de forma espectacular. Pobre muchacho; la última vez que hablamos me dijo que su padre estaba fuerte como un roble; y ahora…, ya lo ve usted. No somos nadie.
Gálvez hablaba con sarcasmo y socarronería; con cinismo, incluso. Su exagerada calva y su mirada cargada de intención, bajo sus pobladas cejas, conferían un aspecto siniestro al antiguo inspector de policía que, para añadir más emoción a la desgracia, lanzó una frase con toda la intención.
―Aunque afortunadamente no es el caso, imagine que hubiera decidido vender algunas de las parcelas que compré. Me consta que él hubiera cumplido su palabra y que, en cuatro días, se las habría endosado a un cliente con la necesaria solvencia. Pero –como me temo–, si está algún tiempo fuera de Barcelona, no se me ocurre qué debería hacer el día que se me ocurra venderlas.
Aliviado por las palabras de Gálvez y creyendo que, de momento, no tenía intención de desprenderse de la compra, Paco recurrió a los manidos argumentos de siempre, para tranquilizar a los compradores más remisos.
―No le aseguro que en cuatro días pudieran venderse; pero no dude de que sería factible hacerlo en un plazo de dos meses, como máximo. Ya sabe que la empresa siempre estará al lado de un cliente de su categoría.
―Muy bien; así lo espero.