Por Jesús Ferrer Criado.
En los últimos sucesos de Cataluña, hemos visto cómo la pasión separatista ha arramblado con la legalidad nacional e incluso autonómica. Ha destruido la convivencia entre vecinos, amigos y familiares. Ha llenado la calle de una turba vociferante inmanejable que, en cualquier momento, puede ser violenta y ha dejado clara su falta de escrúpulos para utilizar en su beneficio niños y ancianos como escudos humanos frente a las fuerzas del orden.
La mentira, la simulación, el victimismo burdo de esta gente ya forman parte del paisaje televisivo un día tras otro y, mientras, vemos cómo todo eso no hace más que complicarnos la vida a todos y ennegrecer el futuro.
Aunque sean minoría, los separatistas están organizados, son combativos, tienen a la mayoría de la juventud de su parte y están dispuestos a todo. Cualquier día, si es necesario, ofrecerán mártires para reforzar la causa. La pasión no tiene marcha atrás.
La estampida de las grandes empresas catalanas hacia territorio seguro, fuera de Cataluña, que es un flagrante mentís a las optimistas previsiones de los separatistas no basta para sacarlos de su error, obcecados en su huida hacia adelante.
La situación actual es tanto el fruto de una interesada política de la Generalitat en materia educativa, social, administrativa y de medios de comunicación, como de la pasividad del Gobierno central mirando para otro lado para no complicarse la vida.
Ahora tendrá que complicársela y correr riesgos. No se trata de una cuestión de gobierno, sino de Estado, y ahí deberían estar, sin deserción alguna, los partidos nacionales que tengan algo de vergüenza.
Personalmente, me preocupa la situación de los castellanohablantes, que ya ahora son ciudadanos de segunda clase y que, en una Cataluña independiente, sin protección estatal serían marginados y tratados como metecos.
La política lingüística de la Generalitat ha propiciado el caso muy corriente de que, en la familia, el idioma habitual de los hijos sea el catalán, mientras el de los padres, antiguos inmigrantes, sea el castellano. Frecuentemente, esa dualidad se extiende a las ideas políticas. Esa dualidad se puede dar, y se da, en cualquier familia española, pero la pasión nacionalista y excluyente la convierte en irreversible y, a los afectados, en enemigos. Apagar esos fuegos será arduo.
El titulo de este artículo hace referencia a la difícil solución de un problema cualquiera, cuando interviene la pasión y, más aún, cuando el problema es político.
Comentan algunos observadores que, pase lo que pase y aunque el Gobierno central sofoque la rebelión de la Generalitat, los dos millones (?) de separatistas seguirán estando ahí y serán un serio problema para la estabilidad y gobernabilidad de Cataluña. Ciertamente.
Parece, sin embargo, que los tres millones (?) de catalanes que no son separatistas no serían problema alguno para esa gobernabilidad, a pesar de ser mayoría. Estamos, por tanto, ante una realidad incómoda que consiste en aceptar que los dos millones de separatistas valen más que los tres que no lo son. Eso huele a racismo.
Pero racismo o no, lo que sí está implícito en todo este asunto es la idea de la supremacía del catalán de origen sobre el catalán de adopción, aun siendo ambos españoles con iguales derechos constitucionales. O sea, si no eres independentista no eres verdaderamente catalán, vales menos…, y serás tratado en consecuencia.
Da qué pensar adónde podría llevar esta ideología. ¿Tendrían que llevar una estrella amarilla en la manga con la CH de charnego? Cuando la pasión entra en juego, no es descartable nada.
Es innegable que muchos inmigrantes de primera generación ‑y no digamos ya de segunda‑ han intentado hacérselo perdonar, abandonando su orgullo de origen y adoptando nombres catalanes para sus hijos. Pero los apellidos siguen ahí por ahora y parece que los castellanos son mayoría.
No obstante, desconozco cuánto tiempo van a aguantar algunos Sánchez, Fernández, Pérez o García en catalanizar sus apellidos, si eso es posible; pero es probable que el Mayor Trapero ya esté haciendo las gestiones para apellidarse Drapaire.