Por Dionisio Rodríguez Mejías.
5.- Una noche mágica.
Llegábamos tarde. Cuando salimos del despacho eran casi las nueve de la noche y habíamos quedado con las chicas a menos cuarto. Entramos un momento a Los Intocables, las llamamos por teléfono y salimos disparados en la moto. Pedimos disculpas por el retraso y, por hablar de algo, les explicamos la detención de Roderas y Mercader.
―Pero nosotros hemos firmado sin problemas y eso hay que celebrarlo.
Dando un paseo, fuimos desde la Gran Vía hasta la avenida de María Cristina, y acabamos en La Pérgola, un restaurante, junto a la Fuente de Monjuich, en el que se bailaba con la música de las mejores orquestas. Nos acomodaron en la terraza, pedimos unas cervezas y Paco se puso a contarle a Genny la operación que acabábamos de cerrar y el milagro que habíamos contemplado el día anterior.
Aquella noche, Gracy estaba para comérsela. La verdad es que la argentina, como mujer, no tenía desperdicio. Seguramente, por eso la ascendieron a segunda actriz en Selene, una editora de fotonovelas románticas, que contaba emotivas historias en las que dominaban el sentimiento y la fantasía. El formato era muy parecido al de los tebeos y el argumento de aquellos dramones, tan emotivos, casi siempre era el mismo: un triángulo amoroso en el que la segunda actriz ―un pendón desorejado, egoísta y ambicioso― intentaba con muy malas artes arrebatarle a la primera, que era una santa, el amor de un muchacho honesto, guapo, y trabajador ―aunque un poco lila para los tiempos que corrían―, aprovechándose de su buena fe. Aquella revista hacía la delicia de las amas de casa y despertaba las fantasías de las jovencitas soñadoras, hasta que llegó a España la anhelada “apertura”. Fue una noche muy hermosa. Por menos de cien pesetas, tomamos un bufet frío, en aquel marco incomparable frente al Palacio de las Naciones.
La suave brisa, que levantaban los chorros de agua de la Fuente Mágica, recorría la terraza para aliviar el bochorno estival y mover dócilmente la melenita de Graciela. No sé si seré capaz de contar lo que ocurrió entre nosotros: cierro los ojos y viene a mi memoria el soberbio espectáculo de la Fuente, la música trepidante de la orquesta de Armando Orefiche, y la voz, profunda y melodiosa, de José Guardiola, cantando aquellos temas inolvidables: Pequeña Flor, Venecia sin ti, Rogar, Verdes campiñas… La música y la magia, de una noche increíble, asaltan de nuevo mi imaginación con el recuerdo de un tiempo inolvidable; delirios de un ayer, quiméricos y hermosos, como un cuento de hadas.
Aunque algo más joven de lo que aparentaba, Graciela era lo que se dice un monumento de mujer: tenía una mirada penetrante, unas formas redondeadas y un cuerpo que le daba un poderoso gancho sexual; de ahí que el papel de mala le quedara que ni pintado. El fotógrafo siempre se centraba en planos cortos y primeros planos, para realzar sus naturales encantos. Recuerdo una portada en la que aparecía echada sobre una tumbona, con la mirada fija en el espectador. Llevaba un picardías de color negro, casi transparente, que dejaba al descubierto el arranque de unos pechos deslumbrantes y unos muslos de ensueño. No obstante, lo que más llamaba la atención era aquella mirada arrebatadora y aquellos labios excitantes, que estaban diciendo “cómeme”.
Salimos a la pista embriagados por el hechizo de aquel entorno fascinante, y permanecíamos abrazados mientras duraba la canción, sin movernos apenas, sintiendo el calor y la pasión de nuestros cuerpos jóvenes. Paraba la orquesta y Gracy me cogía la mano con un contoneo provocador y una mirada voluptuosa, hasta que sonaba la nueva melodía. Fueron horas imposibles de olvidar. Ella volvía a rodearme con sus brazos y yo rozaba mis labios con los suyos, bajaba mis manos ávidas de pasión por debajo de su cintura, y la atraía hacia mí, para sentir el fuego de sus muslos y sus caderas. Un fuego que hubiera podido calcinar hectáreas y hectáreas de suelo forestal.
Mientras bailaban ―lo recuerdo como si fuera ayer―, Paco rozaba con el dedo el nacimiento del cuello de la francesita y seguía dibujando un camino en la piel de la chica, que bajaba por el hombro, acariciaba con suavidad sus deliciosos pechos y seguía hasta su boca, para acabar fundiendo sus labios con los de la muchacha, en un beso suave, dulce y prolongado. Era evidente que habían avanzado notablemente en materia de sexo. Unidos por un interés común (la venta de parcelas) las aspiraciones de Paco coincidían con las de Genny, tanto en el plano financiero como en el sexual. De ahí que, sin abusar demasiado para no llamar la atención de las señoritas residentes, un par de días a la semana, mi amigo se quedaba a dormir con la francesita en el Márisol Palace. En cambio, Graciela y yo no habíamos pasado de las “diligencias previas”.
Aparte de la noche que fuimos a bailar a La Paloma, el día que acabamos en el Heidelberg tomando un bocadillo, y alguna otra tarde que no merece una especial reseña, no habíamos tenido ninguna otra aventura digna de mención. O sea, que aquella noche, Graciela se había preparado a conciencia la apertura del “juicio oral”, a la espera de una sentencia favorable. Con gran delicadeza, con evidente oficio y acreditada habilidad, fue graduando sabiamente los sobos y los besuqueos; una vez más, me echó sus primorosos brazos alrededor del cuello, mientras susurraba a mi oído la misma frase que dijo en La Paloma: «Me vas a volver loca».
Recuerdo su sonrisa excitante y su mirada llena de deseo; un deseo salvaje, como si me quisiera devorar, como si fuéramos amantes, aunque aún no lo éramos. Y cuando vio que estaba a punto de caramelo, me preguntó que cuándo dormiríamos juntos. Así, de sopetón.
―Perdona mi franqueza; lo digo para pedirle a Marisol que nos reserve la cama de matrimonio que, aunque tú no lo creas, está muy solicitada.
Fue una noche inolvidable. A partir de entonces se acabó la amistad, y surgió entre nosotros algo mucho más fuerte y más profundo.