“Los pinares de la sierra”, 19

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

6.- El reparto de premios.

Seguros de que el señor Bueno respondería a cualquier cuestión, por difícil que fuera, todos permanecieron en silencio, hasta que comenzó el reparto de premios. Ocupó el centro de la mesa el señor Triquell, a su derecha se colocó Martina Meler ―la pelirroja de las piernas tentadoras―, y a su izquierda el señor Bueno, amable, sonriente, y con el cigarrillo en la mano. El triunfador del trimestre había sido un muchacho de unos treinta años, Marc Arumí, alto, corpulento, con aspecto sencillo y bonachón. El señor Triquel le entregó una gigantesca copa de plata, con su nombre y apellidos grabados en la base. Marc cogió la copa, emocionado, y el equipo entero se puso a aplaudir.

―¡Arumí! ¡Arumí! ¡Arumí!

Todos los compañeros aclamaban al triunfador y gritaban su nombre con entusiasmo. Mientras tanto, yo los miraba asombrado desde un rincón. Me parecía que se habían vuelto todos locos, de repente. La pelirroja pidió que cesaran los gritos y, sin dejar de sonreír, entregó un sobre al señor Bueno. Lo abrió delante de todos y mostró su contenido. ¡Qué vítores! ¡Qué alegría! ¡Un fajo de ciento cincuenta mil pesetas! Abrió Arumí la tapa de la copa y el jefe de ventas empezó a echar billetes en su interior, mientras los vendedores gritaban a coro: ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! Así, hasta ciento cincuenta. No sabe nadie lo que eran entonces ciento cincuenta billetes de mil pesetas, sacados del banco aquel mismo día, con ese tacto tan especial de los billetes nuevos y ese olor maravilloso que tiene el dinero. Baste decir que por un poco más podías comprarte un piso, de tres habitaciones, en la periferia de Barcelona.

A una señal de la pelirroja, los camareros se pusieron a llenar las copas de champán, mientras el señor Bueno seguía repartiendo trofeos y dinero. Al final, acabaron todos medio achispados, tanto de vino como de alegría. Salí de allí junto a mi amigo, “El Chirla”, pensando que yo era la única persona sensata de aquella reunión. A Paco, que había sido el quinto vendedor de la empresa, le regalaron diez mil pesetas y una placa de plata con su nombre, sus apellidos y la gloriosa hazaña lograda en el trimestre. Eran casi las diez de la noche cuando acabó el jolgorio. Felicité a Paco, que estaba exultante de alegría, pero yo salí de allí muy pensativo.

―Mira la hora que es, tendremos que marcharnos ya ―le dije a Paco―. No quiero llegar a casa demasiado tarde.

―¿Adónde quieres ir? Mañana es sábado y no hay que madrugar.

―Pues ya te digo: a casa. Estas no son horas de andar por la calle.

roan82@gmail.com

Deja una respuesta