Por Mariano Valcárcel González.
De cuando en cuando y cada vez con más fuerza, la nostalgia me invade.
La nostalgia, dice el diccionario es la tristeza de verse ausente de la patria o de los amigos, y en segunda acepción pena al recordar un bien perdido. Creo que a mí me afecta según la segunda, aunque desde luego puede ser muy discutible determinar cuál fue el bien que se perdió, si fue un bien único o fueron varios, independientes unos de otros, o concatenados y relacionados en sucesión los unos con los otros.
También podría ser que lo que supuestamente se creía un bien no lo fuese, por confusión de términos y valores, o que realmente fuese un mal. ¿Se puede tener nostalgia de un mal…? Yo creo que sí; fundamentalmente de un mal cometido a propósito, de un mal dañino para otros, incluso (y ya sería el colmo) de un mal propio, sufrido en propias carnes.
Eso sería el aspecto poco positivo, si no oscuro, de la nostalgia. Sí, la nostalgia puede tener su lado oscuro, su efecto destructivo o letal; tener nostalgia no implica avance, más bien es un retroceso imposible, que nos puede anclar en la imposibilidad misma de existir.
Entonces, se nos lleva a la melancolía, que se define como estado de ánimo dominado por una tristeza profunda y duradera. Duradera, observen, algo que nos acompaña y ya no nos deja, profunda tristeza, honda, tenaz y negativa, negra tristeza. Es el resultado de sumergirse totalmente en la nostalgia. Y puede llegar a más. A peor.
Por esto, yo, tendente a la melancolía, me intento cuidar muy mucho de que me invada la nostalgia. Pero es del todo imposible evitarlo, máxime cuando nuestra edad nos avanza hacia el final (más próximo ya que nuestro principio) y la poderosa máquina de la conciencia, de los sentimientos, del recuerdo, se mueve con fuerza como si adivinase (que sí) que es el ahora o nunca. Porque, en cualquier momento, entra la tierra en los engranajes de nuestro cerebro y nos lo gripa.
Pretendo, pues ‑si cuento con vuestra merced y audiencia‑, internarme en unos retazos de ropa vieja, tendida al sol y reseca, que bien examinada nos pueda traer también retazos de sensaciones, vivencias, situaciones, que vivimos o creímos vivir y, tal vez, ahora solo sean sueños imaginados, que no verdaderas nostalgias.
Cuentos de nostalgia. Así titularé esos girones de vida y muerte (muerte, porque ya murieron en el tiempo) que de mí puedan surgir.
Hecho el proemio y la justificación de tales engendros, pasaré, pues, a desarrollar el primero de ellos: “Los veranos en Úbeda eran terribles”.
Ahora que estamos sumergidos en una fuerte ola de calor, adelantada ya en junio y confirmada en julio, con temperaturas que sobrepasan los cuarenta grados a la sombra, y tanto personal se asombra o se declara indefenso para soportarlos, haciendo verdadero drama del caso, me vienen al recuerdo aquellos terribles veranos de mi infancia.
Adelanto que, donde vivíamos mi familia (padres y hermanos) y yo, era una casa de vecinos, antigua mansión de labrador acomodado, que no tenía agua corriente instalada, ni siquiera un mero grifo que abasteciese a las familias que allá moraban (que éramos varias); para el abasto del líquido elemento había dos pozos, dos; cada uno en una zona distinta y de distintos manantiales y calidades. El agua para beber, pues la de esos pozos no servía, habíamos de obtenerla de las fuentes públicas de la ciudad.
Siendo, como he dicho, veranos terribles de calor y de sequías («La pertinaz sequía», clamaba el general en sus discursos para justificar la miseria), además de carencias manifiestas de estructuras y obras adecuadas para la captación y traídas de aguas comunales, las dichas fuentes, viejas fuentes, pronto se veían mermadas en su caudal, siendo inversamente proporcional esta disminución de caudal con la avalancha de gentes que, como nosotros, necesitaban acudir a las mismas para tener alguna agua potable en sus viviendas.
Terribles tardes, que al calor de las tres o las cuatro, nos mandaban a los críos, con cántaros, cantarillas o cubos (según capacidad del porteador), a las fuentes más cercanas, en el inútil pensamiento de que, siendo esas horas las más calurosas y deprimentes del día, pocas personas se atreverían a hacer lo mismo. Falsa de toda falsedad esta apreciación, que ya allá (en cualquiera a la que se peregrinase) en la fuente, en su chorrillo menguado, había cola larga y culebrera de recipientes, estuviesen presentes sus portadores o no.
Era tormento no deseado, pero soportado con más o menos paciencia, al que los chavales y gente joven, por lo general, habíamos de someternos. Entonces, los cántaros de barro cocido, en sus cantareras de madera, no podían faltar en estas casas de pobres; hoy son curiosidades para turistas, en las exposiciones de la alfarería local.
En este inmueble comunal (propiedad entonces de los frailes carmelitas, no me pregunten cómo llegaron a obtenerlo), los chicuelos aprovechábamos un antiguo abrevadero para el ganado, de lascas de piedra uniforme por cada parte, cuarteada en un lugar (y que tratamos de sellar), para llenarlo del agua del pozo inmediato y meternos en improvisado embrión de piscina. Y tan contentos, oiga.
Las tardes soporíferas permitían una siesta, en verdad, peor que el no hacerla, que se terminaba totalmente empapado de sudor. Y las noches invitaban ‑más que invitar, obligar‑ a irse a los cines de verano (en otro cuento, desarrollaré el tema) y luego, ya en la casa, sacar los colchones al balcón y ahí intentar dormir. A veces, los ronquidos del vecino se oían en toda la calle, que otros ruidos no se producían.
Contábamos siempre con los calores de Santiago Apóstol (festivo para toda España) y con los de mediados de agosto, o sea los de la Virgen de Agosto. Eran calores de calendario, ya admitidos como normales; y como normal, entonces, era aguantarlos. Las gentes que tenían caserías (o sea verdaderas casas de campo o de labor, o de hortelano) aprovechaban sus albercas de riego para pasar la temporada. Los que no teníamos ni amigos hortelanos que aprovechar, aprovechábamos nuestras salidas al campo para ir donde sabíamos había alberca sin vigilancia y bañarnos (pendientes, eso sí, de que no apareciese el guarda rural). Y otro recurso de pobres era ir a la “alberca Paco” ‑antigua de hortelano, mejorada‑, previo pago. El ir a la playa ya era exótico. Pero también este es otro tema.
Veranos de cielos que se nos caían, a veces, encima, o por la torridez o por las tormentas (y estas, caída el agua, nos cocían como a langostinos en la cazuela).