Por Dionisio Rodríguez Mejías.
CAPÍTULO II
Llegué al banco poco antes de las doce y encontré sobre mi mesa una nota del señor Manubens.
─¿Se puede…? ―pregunté desde la puerta de su despacho–.
─¿Qué hay, jovencito? ¿Sabe qué hora es?
Jovencito era el título que el apoderado del banco nos daba a sus colaboradores.
─Sí, señor. Recuerde que ayer le pedí permiso para asistir al entierro de un familiar, y el acto se ha alargado más de lo previsto. ¿Desea usted alguna cosa?