Por Mariano Valcárcel González.
En mis años infantiles, existía una misa dominical que la gente bien de mi pueblo no se podía perder; la oficiaba un sacerdote que tenía un pico de oro, siendo sus homilías muy seguidas, apreciadas y reverenciadas por ello; y por ello, la asistencia obligada a aquella misa en concreto.
Lo que aquel vate destilaba era erudición a chorros, doctrina nacional-católica en su total pureza y cierto aroma de florida poesía. Sus homilías debían llevar al éxtasis a más de un asistente (y al sueño también); y, creo especialmente, al género femenino. Esta referencia al género femenino tiene su fundamento, que el sacro orador, fuera del templo y bien a resguardo y curiosidad malsana, tenía otros rigores y necesidades mucho más mundanas y humanas, tal que luego se supo que había abandonado su tonsura y deber sacerdotal, para adoptar los deberes del cónyuge en sagrado matrimonio. Esto ya, en otra localidad, claro está.
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