Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.- El mejor método para copiar.
Hay que decir que entonces se nos permitía fumar durante los exámenes, y mientras el profesor escribía las preguntas en la pizarra, dándonos la espalda, él sacaba uno de los paquetes “iluminados”, lo dejaba sobre la mesa sin dar al asunto mayor importancia, copiaba el esquema correspondiente, encendía el cigarrillo y se guardaba el paquete. Era un método infalible, sobre todo, si se trataba de aplicar las complicadas fórmulas de los problemas de estadística. Así, a salto de mata, consiguió aprobar la mayoría de los exámenes parciales; pero llegó el mes de mayo, el tiempo se le echó encima y, como era de esperar, lo pilló el toro. Agotado el abanico de mentiras habituales, tuvo que inventar nuevas excusas para justificar sus faltas de asistencia y explicar por qué no había preparado algunas asignaturas. Dejó para el final Teoría Económica, porque era una asignatura de empollar, y confiaba en que el profesor le permitiría examinarse con los “libres”.
Yo tampoco lo tenía fácil para salir del banco cuando los exámenes eran por la mañana. En esas ocasiones, le pedía permiso al señor Manubens, y casi siempre me lo concedía, después de mascullar y dedicarme una sarta de consejos paternales. Cuando supe el día y la hora del examen, lo llamé por teléfono, y quedamos en el bar de la facultad una hora antes. Gracias a Dios, por una vez, llegó puntual.
Lo encontré en un rincón de la barra, tomando café, fumando como siempre, y haciéndome señales con la mano. Estaba algo intranquilo, aunque cuando nos saludamos pareció sosegarse.¡Cómo había cambiado! Llevaba unas gafas Ray Ban, como esas que se ponen los policías americanos en el cine; una camisa Lacoste y unos zapatos Shebago, limpios y brillantes como el charol. Pero esa no fue mi mayor sorpresa: antes de que empezáramos a hablar, sacó un paquete de Marlboro, me ofreció un cigarrillo y me dio fuego con un Dupont de oro, sin darle al asunto la menor importancia. Me extrañó mucho aquel derroche, porque hasta entonces habíamos fumado Celtas y, aunque suponía que habrían mejorado algo sus condiciones en el colmado, sabía que en cuestiones de dinero siempre andaba, más o menos, como yo. O sea ―como a él le gustaba decir―, en pelota financiera.
─¿Qué es de tu vida Paco? No te veo el pelo desde hace meses, y estas últimas semanas el profe ha preguntado algunos días por ti. ¿Cómo lo llevas, tío?
─Y ¿tú qué le has dicho, “pisha” de mi alma?
─Pues lo de siempre: que vives fuera, que te he llamado por teléfono un montón de veces, que estás enfermo…; en fin, qué te voy a decir que tú no sepas. ¿Piensas presentarte al examen?
─No. Vengo a decirle que he tenido hepatitis, y a pedirle que me deje examinarme con los libres, el mes que viene.
―Jo, tío. ¡Cómo te pasas!
Lo cogí del brazo en plan amistoso, lo miré a los ojos y le dije que era una pena que últimamente se hubiera alejado tanto de la facultad.
─¿Por qué me dices eso?
─Porque a poco de empezar el segundo trimestre, nos encargaron un trabajo en equipo, y los que lo hemos hecho no tenemos que examinarnos de la asignatura. ¿Vale?
─¡Joder, “pisha”! Podías haberlo dicho antes. ¿No?
─Ya lo pensé, pero nunca estabas en casa cuando te llamaba. Y no te enfades. A ver si encima tendré yo la culpa de que no te hayamos visto el pelo en todo el curso. El único responsable eres tú, que no te has dignado aparecer.
─Porque no puedo, ¡coño! ¿No lo sabes? Porque voy de puta pena; salgo de casa a las siete de la mañana y a las siete y media ya estoy en el colmado; algunas tardes voy al pluriempleo del que te hablé y, al salir, tomamos unas cervecitas. O sea, que llego a casa a las once de la noche y los fines de semana ya te dije que me dedico a vender. ¿Cómo lo ves? Anda, háblame de ese trabajo que habéis hecho.