“Los pinares de la sierra”, 02

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

1.- El engaño.

En los primeros días del mes de junio, a eso de las nueve de la mañana, entre un tumulto de estudiantes, que intentaban llamar la atención de los camareros, para que les sirvieran el café con leche y el croissant, acodado en una barra rebosante de platos, tazas y cucharillas, en el bar de la facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, fumando y sin dejar de mirar el reloj a cada momento, estaba mi amigo Paco Portela, alias “El Chirla”. Era moreno y menudito, de mediana estatura, con unos ojos grandes y avispados, una sonrisa franca y contagiosa, y ese salero tan especial que tienen los golfillos de las playas gaditanas. Nació en Puerto Real, un sencillo pueblo marinero de la bahía de Cádiz, sin más atractivos que un par de iglesias centenarias y “El Callejón del Arco”, típico lugar en el que los turistas se hacen una foto a su paso por la villa.

Las desgracias de mi amigo empezaron a los pocos minutos de nacer. Víctima de un parto complicado, su madre falleció al traer al mundo a Paco, primer hijo del matrimonio. Hasta los cinco años, el niño quedó al cuidado de las monjitas de Santa Clara en una casa cuna del Puerto de Santa María. «Aquellas buenas mujeres cuidaron de mí amorosamente solía decir Paco―, en parte por caridad cristiana y en parte por las cestitas de navajas, berberechos, bocas y almejas finas, que mi padre les regalaba los días que la marea se mostraba generosa con los mariscadores».

Desde los cinco años, sobre todo en los días de bonanza, Paco recorría, junto a su padre, las playas de San Fernando, Sancti Petri, El Puerto de Santa María y Chiclana de la Frontera; y, como el chiquillo era muy espabilado, no tardó en aprender el arte del marisqueo: verdigones, almejas, camarones, cangrejos…, etc. Lo que más le gustaba era poner unos granitos de sal en el agujero donde se ocultaban las navajas, y arrebatar a la playa tan preciado manjar. Su padre vendía la mercancía en puestecillos ambulantes, en medio de la calle, o en los bares y restaurantes de El Puerto, en compañía de su hijo, al que le encantaba vocear: «¡Quisquillas, navajas, bocas de la isla!». Esa es la razón por la que pronto le empezaron a llamar “El Chirla”.

─A ver; ¿tú sabes por qué me llamaban “El Chirla”?

¿Cómo lo voy a saber? Claro que no.

─Es una herencia de mi padre. A él le llamaban “El Navaja” y a mí “El Chirla”; y si nos hubiéramos quedado en Puerto Real, el día de mañana, a mis hijos les hubieran llamado “El Quisquilla”, “El Langostino” o “El Camarón”. Así es la gente de mi tierra.

Al cumplir seis años, las monjas llamaron al padre de Paco, le dijeron que el niño ya tenía edad para ir a la escuela y que debía dejar la casa cuna. Y gracias a la hermana María de los Dolores, natural de Vich, le consiguieron un empleo de conserje en los “Luises de Gracia”, una agrupación cultural y deportiva, para la educación de los niños, en la Plaza del Norte. Alquilaron una habitación con derecho a cocina, en un cuarto piso sin ascensor, en la calle Mora de Ebro en El Carmelo. Cada mañana, Paco salía de casa, cogido de la mano de su padre, camino de la escuela Rius y Taulet en la Plaza de Lesseps.

Empezamos a estudiar el bachiller en La Salle de Gracia y allí nos hicimos amigos. A los quince años, Paco entró a trabajar como aprendiz en un colmado de la calle Verdi, que le permitía terminar la jornada a las cinco de la tarde, para asistir a clase de seis a nueve de la noche, como hacía entonces la mayoría de los hijos de familias trabajadoras. En aquellos años, las becas no se adjudicaban con la alegría con que se otorgan en la actualidad, y los hijos de familias humildes, como Paco, tenían que compaginar los estudios con trabajos chapuceros, sin contrato ni seguridad social, que les permitían ganar unas pesetillas para aliviar la economía de la casa.

A los dieciocho años, le subieron el sueldo en el colmado a cambio de que, además de la venta, llevara la sencilla contabilidad del establecimiento, que consistía en controlar los gastos, los ingresos y los saldos, por si los de la Caja de Pensiones se equivocaban. Al terminar el bachiller, me coloqué como meritorio en la oficina que tenía el Banco Ibérico en el Paseo de Gracia, y a la hora de elegir carrera, me vino a ver una mañana y me propuso que los dos estudiáramos Ciencias Empresariales, una profesión con gran futuro, según su acreditada opinión, y yo acepté; más que nada, por no llevarle la contraria. Con los años, Paco se convirtió en un mocito guapo y estudioso, que siempre tenía a punto una salida ingeniosa y una frase amable para las clientas del colmado. Era muy popular en el barrio por su ingenio, por su extraordinaria habilidad para hacer amigos, su particular forma de entender la vida y su personal sentido del deber.

roan82@gmail.com

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