Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.- Momentos inolvidables.
Por fin llegó el gran día. Yo iría al trabajo como siempre, y luego me esperaba Roser. Al final de la mañana, Olga recogería su liquidación y, a eso de las cinco de la tarde, emprenderíamos el viaje. Guardé el equipaje debajo de la cama y cogí el coche para ir a la oficina. En aquellas fechas, las gestiones en la empresa eran muy escasas, porque los clientes estaban pendientes de sus vacaciones. Mi jefe, Tony Torner, apenas pasaba por el despacho, y yo disponía de mucho tiempo libre. A media mañana, sin decir nada a nadie, salí de la oficina y fui a comprar el anillo de prometida para Olga. Nunca me han tratado con semejante ceremonial, ni me han dedicado tan exageradas reverencias. El vendedor me invitó a sentarme, me trataba de usted, y me preguntó si me apetecía tomar café. Aquel trato tan distinguido hizo que me sintiera seguro e importante.
—¿Algún presupuesto, señor?
—No, señor; no tengo experiencia en estas cosas. Me gustaría ver los modelos más económicos.
—En ese caso permítame una recomendación: creo que ya tengo una idea que se ajusta bastante a lo que busca. Vuelvo enseguida.
Me dejó un momento, regresó con un muestrario y lo extendió con cuidado sobre el mostrador.
—¿Podría indicarme la medida?
—Lo siento, tampoco había pensado en eso.
—No se preocupe, tomaremos una medida estándar y en caso necesario, más adelante lo adaptaremos al dedo de su prometida. ¿Qué le parece este ejemplar?
Como todos me parecían igual, adopté una actitud respetuosa.
—Yo de estas cosas no entiendo demasiado; tendrá usted que ayudarme.
—Este modelo puede ser una acertada elección: es muy elegante y de un importe que se adapta a cualquier presupuesto.
—Vale, me lo quedo.
—Un momento, señor.
Se retiró, envolvió el anillo en un papel blanco, y lo dejó sobre el mostrador.
—¿Cómo prefiere pagarlo?
—En metálico. Sí, lo abonaré en efectivo.
—Como guste el señor.
Conté el dinero y dejé el importe sobre la mesa. Me envolvió el anillo, lo metió en una bolsita de piel, sin abandonar su ritual de cortesías, y me lo entregó insistiendo en que había hecho una excelente adquisición. Olga se volvería loca cuando lo viera.
Al salir de la joyería, me dirigí a la avenida de la Puerta del Ángel, en donde me esperaba Roser. Era uno de esos días brumosos del invierno en los que no salió el sol ni por la mañana ni por la tarde; pero, a pesar de la fecha, no hacía frío. El ambiente era festivo y navideño: ríos de gente de un sitio para otro, cargados con regalos, y comercios decorados con ramos de abeto, lazos de colores, adornos, luces guirnaldas… Dejé el coche en el aparcamiento de Rivadeneira y, bajo una fina lluvia, fui al encuentro de Roser. Aunque ella no lo sabía, aquel día era el último que nos veíamos. Delante del gigantesco abeto, plantado por el ayuntamiento, se había congregado una multitud de gente, que contemplaba el árbol mientras escuchaba la alegre música de los villancicos.