“Barcos de papel” – Capítulo 21 b

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.- ¡Por fin!

Cerró los ojos y me acercó sus labios. Nunca había besado a nadie que moviera la lengua de aquella forma. Quiero decir que la movía demasiado deprisa para mi gusto. Hasta entonces, nos habíamos besado sin prisas, con deleite y complacencia, saboreando el instante, pero aquella noche su lengua era una batidora. De vez en cuando, apartaba su boca de la mía, la acercaba a mi oído y susurraba mi nombre con voz profunda, como esas modelos que anuncian colonias para hombres en Navidad.

Así estuvimos cinco o seis minutos. A mí no se me ocurría nada; me limitaba a esperar que terminara de pronunciar mi nombre y volviera a darme la lengua. Es verdad que me sentía algo incómodo, porque no sabía si tenía que seguir adelante o no, pero ella parecía tener las ideas claras. Apoyó su cabeza en mi hombro, me cogió la mano y la puso debajo del sujetador. De nuevo comprobé que sus pechos eran más grandes y más duros que los de Olga. Se encendió una luz y se oyó la voz del señor Vilanova.

—Roser, hija mía, ¿todavía estás ahí?

Se me heló la sangre en las venas y me cortó la inspiración.

—Sí, papá, no te preocupes —respondió con aplomo—. Hasta mañana.

No quise seguir. Estábamos en su casa y me daba miedo tomarme demasiadas libertades. Le pedí perdón, retiré la mano, y me encogí de hombros como si me sintiera avergonzado. Volvió a cogerme la mano y, andando de puntillas, me llevó a la salita. No me centraba en el papel; pensaba que, en cualquier momento, llegaría Vilanova y nos pillaría con las manos en algún lugar comprometido. Pero ella iba como una moto. Apagó la luz de la lámpara de pie y me echó, con cuidado, encima del tresillo. Fue la primera vez que llegué al final con una chica. Recuerdo que no acertaba con la postura. Procuraba no moverme para no hacer ruido, pero estaba hecho un saco de huesos y no lo conseguía. Trataba de colocarme de la forma adecuada, para evitar que mis codos se le clavaran en alguna zona delicada, no fuera a gritar y, después de haber prometido respetarla, se presentara el padre, de repente, y nos cogiera con las bragas en la mano.

Aquella noche nos quisimos mucho: con un amor torpe, apasionado y manifiestamente mejorable, como son los primeros encuentros en los que uno no cuenta con la indispensable colaboración de la experiencia; pero, de todas formas, fueron momentos inolvidables. En momentos tan especiales como aquel, se dicen muchas cosas; porque, si uno se calla, deja de sentir. Yo le dije que era maravillosa y que estaría a su lado siempre que me necesitara. No contestó. Mis palabras fueron sinceras; sobre todo, que en toda mi vida no quería separarme de ella. Con los nervios, las prisas y el sofoco, me marché de puntillas y olvidé llevarme el cuadernillo para hacer el trabajo de mercantil. Aquella noche, aunque con una nota que no llegaba al aprobado, le dije adiós a la virginidad y a mi inocencia.

Como en el trabajo me iba cada vez mejor, y Roser me pasaba los apuntes, dedicaba las tardes a mis gestiones de venta y me saltaba algunas clases de la Facultad. Dejé dos asignaturas para septiembre. Tiempo habrá de prepararlas durante el verano ‑pensaba para mí‑; ahora tengo que aprovechar esta buena racha y salir de apuros. Empecé a ganar dinero, junté unos ahorrillos, y eso me permitía cenar con Roser dos o tres veces a la semana. Pocas pizzerías nos quedaron por conocer, pero de alguna manera le tenía que pagar la ayuda que me prestaba en los estudios. Hicimos muchos planes: cuando nos licenciáramos, fundaríamos un gabinete jurídico‑administrativo ‑parecido a Borrás Asociados‑ con el respaldo de la magnífica cartera de clientes que estaba consiguiendo. Al principio, nos costaría arrancar; pero, con mi experiencia de asesor de inversiones, no tardaríamos en contar con abogados jóvenes y ambiciosos como socios de la firma. Nos instalaríamos en la zona de Calvo Sotelo, junto a los bufetes más prestigiosos de Barcelona, y comeríamos en restaurantes de lujo como Santamaría, para relacionarnos con la élite. Cuando eres joven, se ven así las cosas: nadie piensa que un día vivirás solo, sin amigos, abandonado de tus hijos y, posiblemente, hasta de tu mujer.

Disminuyó mi interés por el estudio y aumentó mi afición por las gestiones comerciales. Perdí la beca, que tenía desde primero de carrera; pero, en vista de mis éxitos, me llamó a su despacho don Ignacio Borrás y me propuso dejar las tareas de oficina para dedicarme en exclusiva a la venta de títulos, con una importante mejora de mis honorarios. La fortuna llamaba a mi puerta y la vida me empezaba a sonreír.

Dediqué el mes de agosto a recuperar las dos asignaturas que había dejado para septiembre y las aprobé con notable. Me compré ropa de marca, salía cada noche con Roser, regresaba tarde a la pensión y, cuando me cruzaba con Olga, le contaba nuestros proyectos para darle celos. Y, para demostrarle que yo no era ningún fracasado, en octubre me lié la manta a la cabeza: entregué a cuenta el coche de “El Colilla” y me compré un Seat 124.

roan82@gmail.com

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