“Barcos de papel” – Capítulo 20 d

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

4.-Un encuentro sorprendente.

Una de aquellas noches, estábamos en la pista tan acaramelados, cuando se abrió la puerta de la calle y entró quien menos podía yo imaginar: Federico, “El Grillo”, mi antiguo compañero del colegio de Buenavista, con quien “El Colilla” y yo habíamos estado tomando unas copas en el pub Montecarlo y recordando anécdotas del colegio en su época de cantautor. Se había afeitado la barba, llevaba un traje claro, como de seda, invitaba a todo el mundo y tiraba el dinero a manos llenas. Parecía el jefe. Iba rodeado de una corte de tíos con pinta de chulos pendencieros y unas rubias, guapas y escotadas, que no paraban de beber champán y de reírle las gracias. En un momento, se hicieron los amos del local.

No sabía si hacerme el despistado o acercarme a saludarlo; pero, por miedo a que me reconociera y fuera él quien tomara la iniciativa, me decidí. ¡Qué alegría tan grande se llevó! Se le notaba que estaba encantado de que le viera tan bien vestido y saludando a todos como un personaje de leyenda, sin más leyes que el dinero y su voluntad. Tuve que prometerle que nos veríamos con más frecuencia; me dio recuerdos para “El Colilla” y me dijo que, si alguna vez teníamos un problema, no dudáramos en recurrir a él.

—Preguntad por Fede. Aquí me conoce todo el mundo.

Me enteré que ahora le llamaban Fede, “El Nevera”, porque presumía de conservar la calma en cualquier situación y mantener una gran amistad con los jefes de policía del puerto. Aprovechando que sus acompañantes salieron a la pista a bailar, se me acercó y me dijo de forma confidencial:

—Alberto, cuando vuelva al pueblo, pienso comprarme la mejor finca de olivos de la comarca y hacerme una casa, al lado del molino. ¿Te acuerdas?

Yo no sé de dónde sacaba el dinero, pero algo de verdad debía de haber porque, en aquel templo del desenfreno, rebosante de drogas y de alcohol, donde todo el mundo procuraba no llamar la atención, él se sentía muy seguro. Vi con mis propios ojos cómo sacó un buen puñado de billetes con absoluta tranquilidad, pagó el champán de sus acompañantes y se empeñó en invitarnos a Roser y a mí. Al bar Cádiz todo el mundo iba a divertirse y a beber, pero nadie se olvidaba de que era mejor ser prudente y no meterse con nadie, porque, en aquel antro, brillaban con frecuencia las navajas. ¿Qué habrá sido de él? Dos años más tarde, cuando volvimos a encontrarnos, pasaba un trance muy apurado, pero eso lo contaré más adelante.

A partir de las cuatro de la mañana, el ambiente decaía y las parejas se retiraban a relajarse y liberar sus tensiones en la paz de una habitación alquilada con derecho a cocina. Roser miró el reloj y me pidió que la acompañara a casa. “El Grillo” insistió en que tomáramos la espuela y salimos de allí casi a las cinco. Fue una noche agradable, de un apasionamiento ardiente y juvenil. Todo parecía un sueño. Al llegar a su casa, subí con ella en el ascensor y, tras una ración de besos de tornillo, le desabroché el sujetador, acaricié aquellos pechos hermosos y prohibidos como la manzana del paraíso, y los besé con pasión incontenible. Oímos un ruido de pasos, y se arregló el sostén deprisa y corriendo; cerró la puerta con cuidado y el rellano se quedó en silencio absoluto; solo se oía el chirrido de las guías del ascensor. Salí a la calle, encendí un cigarrillo y me puse a pensar en las tetas de Roser, tan duras, tan redondas, tan exuberantes.

roan82@gmail.com

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