“Barcos de papel” – Capítulo 20 c

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3.-Las noches locas de Barcelona.

Pero, con el tiempo, descubrimos el corazón de aquella Barcelona irrepetible, y nuestra fascinación por los locales de diversión nocturna nos llevó a convertirnos en asiduos de algunos de ellos. Pasábamos horas y horas en el Jamboree Jazz Club de la plaza Real, escuchando al saxofonista Lou Bennet, o el piano del mítico Tete Montoliú; deambulando hasta altas horas de la madrugada por el Barrio Chino ‑hoy Barri del Raval‑; tomando cubatas y disfrutando del espectáculo del “Barcelona de Noche”, un cabaré de travestis en el número cinco de la calle Las Tapias.

 

Allí comenzaron algunos artistas que, con el tiempo, alcanzaron fama y prestigio, como Ángel Pavloski, Bibi Andersen y Dolly Van Doll. ¡Qué noches aquellas! El público del cabaré era un revoltijo de pintorescos personajes: viajeros de paso, escritores, periodistas, “filósofos de barra americana”, humoristas, golfas, mantenidas, homosexuales, gentes del espectáculo y ladronzuelos, que acudían ‑como las mariposas a la luz‑, a relacionarse con policías que se dejaban querer, en busca de joyas a buen precio, drogas, o pistolas “limpias”, de confianza. Aquellos ambientes, en la frontera entre lo legal y lo ilegal, se adaptaban muy bien a mi forma de ser. En aquel entorno, nada convencional, me sentía un privilegiado: por una parte me encontraba seguro, tratando con aquella escoria; y, al mismo tiempo, los podía mirar por encima del hombro.

Pero, de entre todos aquellos tugurios, nuestro preferido era el bar Cádiz, un auténtico antro portuario que evocaba los ambientes de vicio y extravagancia de los bajos fondos. Los personajes parecían sacados de una exposición de Toulouse Lautrec: gentes del hampa, putas viejas, marineros, chulos, matones y gente de mal vivir. Aquel local tenía un ambiente canalla que lo hacía especialmente atractivo y acogedor; era un oasis de tolerancia y permisividad en medio de aquella Barcelona gris de los barrios obreros, en que la policía imponía el orden con la ley en la mano.

Había, en el Cádiz, una formidable orquesta que interpretaba temas de siempre: Siboney, Perfidia, Bésame mucho, Quizás, quizás, quizás… Se decía que Xavier Cugat, en sus visitas a Barcelona, pasaba horas y horas disfrutando de aquella música. Allí liberábamos nuestras inhibiciones. Roser se abandonaba a mis besos y permitía que, mientras bailábamos, bajara mis manos por debajo de su cintura, le acariciara y la apretara contra mí.

Cuando la excitación y el calor se hacían insoportables, volvíamos a la mesa, pedíamos un par de cubalibres y nos fumábamos un cigarrillo contemplando aquel espectáculo sórdido y marginal: marineros imberbes, con sus trajes de primera comunión, abrazados a mujeres de la edad de sus abuelas, con los ojos y los labios pintarrajeados; adornadas con plumas, como aves del paraíso, exhibiendo sus abundancias por encima de sus escotes y sus apretados pantalones cortos, y apestando a coñac y a perfume barato. Era un teatro en el que, cada noche, unos infortunados personajes, como esos que salen en las películas americanas anunciando el fin del mundo, se evadían de la realidad para representar la obra de su vida. Unos locos caóticos que, por unas horas, dejaban a un lado su vida de miseria para saborear unas gotas de felicidad.

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