Por Jesús Ferrer Criado.
Hace ya tiempo envié a nuestra página uno de mis relatos (La venganza del Alimoche), contando una peripecia muy llamativa, protagonizada por un compañero de Badalona, años setenta, al que las malas lenguas apodaron con ese cruel nombre, en atención, decía yo, a ciertas características del personaje y, sobre todo, a la malignidad del género humano. Este compañero se llamaba Josep M. y tenía algunas aficiones pintorescas que lo convertían, a los ojos de algunos, en un personaje extravagante. Conmigo se llevaba bien y, aunque la diferencia de edad y de aficiones era notable, podría decirse que nos hicimos amigos.
Josep estaba soltero, solterón más bien, y no se le veían visos ni ganas de cambiar de estado. Su tiempo y su dinero lo dedicaba a la fotografía, a los viajes y a mantener una avioneta en el aeropuerto de Sabadell, con la que volaba de vez en cuando por la zona. Ante mi asombro, por lo inédito que resultaba un maestro de escuela con avioneta particular, él me aclaró que no era sólo suya; que era copropietario con otros dos.
El asunto de la avioneta me llamó, inmediatamente, la atención y a él le faltó tiempo para ofrecerme un vuelo, cuando nos viniera bien a los dos y el tiempo fuera propicio. En eso quedamos.
A mi me hacía ilusión y, aunque no era mi bautismo de vuelo, porque el año anterior había volado a Almería en un Carabelle, subirme a una avioneta sonaba muy excitante.
Pronto se enteraron otros compañeros y se acercaban a darme golpecitos en la espalda:
—Hombre, vas a surcar los cielos con el Alimoche. Enhorabuena. Ya nos contarás cómo te lo has pasado.
Todos querían felicitarme. Todos con las palmadas y las risitas, animándome.
Incluso por la calle, si me cruzaba con colegas de otros colegios, a los que apenas conocía, se acercaban a interesarse por mi próxima aventura:
—Verás como te gusta. Es una experiencia estupenda. Muy bien tío, muy bien.
Yo pensaba que no era para tanto. Ninguno de los que me felicitaban había volado con Josep. Me preguntaba yo por qué tanto entusiasmo.
En aquellos días estábamos mi novia y yo preparando nuestra próxima boda. Ya teníamos el piso, casi sin muebles todavía, en el que yo vivía solo, mientras que ella se alojaba en casa de una buena familia sin hijos, que la trataba estupendamente. En aquel tiempo, vivir juntos sin casarse era impensable.
Cuando le hablé del vuelo, no le hizo mucha gracia, pero tampoco se opuso:
—Ten cuidado, cariño, que a veces pasan cosas…
—Mujer que este hombre tiene experiencia. No es un novato. Llevan años pilotando.
Quedamos para el sábado siguiente, por la mañana. Josep me recogería con su coche para ir al aeropuerto deportivo de Sabadell.
Aunque no las tenía todas conmigo, yo estaba muy ilusionado con la experiencia y ya me veía sobrevolando los pueblos del Vallés, la Conrería, mi barrio, el colegio, la playa… ¿Cómo sería Badalona desde el aire? En las películas americanas, se veían pequeños aparatos de colores vivos haciendo cabriolas en el aire con tripulantes sonrientes que volaban satisfechos y felices, saludando con las manos a sus familias. Podría ser una experiencia estupenda.
El viernes por la noche, fui al cine con mi novia y estuvo todo el rato preocupada y dándome la tabarra:
—Pero ¿quién te manda ahora meterte en esa aventura? A saber cómo es esa avioneta; si está en condiciones o si ese hombre la entiende bien. No sé, no sé, no estoy tranquila. No me gusta nada. Además, después del miedo que pasaste, cuando fuiste a Almería, con los baches que hacía el avión, no comprendo cómo se te ocurre ahora, sin necesidad. ¿Por qué no lo llamas y lo dejáis?
Ella tenía razón en todo y yo empezaba a darme cuenta de que el asunto no estaba tan claro. ¿Acaso las excesivas felicitaciones de mis compañeros no eran sospechosas? Pero ya no podía volverme atrás; ni siquiera tenía el teléfono de Josep para comunicarle mi vergonzosa espantada. Había que tirar para adelante y que fuera lo que Dios quisiera.
Nos despedimos, ella casi llorando y yo con el cargo de conciencia de ser la causa. Mi repulsa innata, a cambiar de planes y dejar a otro colgado, me iba a llevar a hacer algo de lo que ya estaba arrepentido y que de pronto me causaba un miedo terrible. Tardé en dormirme y dormí muy mal.
A las diez de la mañana, salimos hacia Sabadell, en el Seiscientos de mi amigo. El penoso estado interior y exterior del vehículo, sucio, desollado por aquí y por allá, con revistas viejas por el suelo ocupándolo todo, me produjo muy mala impresión y peores augurios, pero no hice comentario alguno. Yo tenía entonces una Vespa, viajaba al aire libre, y aquel coche me producía algo de grima. Durante el trayecto, hablamos solo de fotografía y de asuntos de la escuela y, al cabo de un buen rato, llegamos a nuestro destino. Un par de avionetas, supongo que de prácticas, sobrevolaban nuestras cabezas.
Entramos al recinto. Josep se fue a la oficina y mantuvo una breve conversación en catalán con el del mostrador, firmó algo y, a continuación, nos dirigimos hacia el aparato. ¡Madre mía!
Era una cosa gris oscura de aspecto lúgubre, de lona, con un diseño anterior a la Primera Guerra Mundial y que parecía harta de vivir. Allí, aparcada a un lado de la pista, me recordó a esos burros viejos, derrengados y pensativos, que aún se veían de vez en cuando enganchados a un carro vacío o a la reja de una taberna, inmóviles como los dibujos de un libro antiguo.
—¿Qué te parece? —me preguntó, intentando descubrir mi estado de ánimo—.
—No sé qué decirte —le mentí—. Lo importante es que funcione bien.
Subimos al aparato con mucho cuidado, para no hundir el pie en el ala, y nos instalamos en la estrechísima cabina, él a la izquierda y yo al lado, como en un coche. Los elementos tecnológicos eran casi inexistentes: un par de relojes y una radio. Delante de nosotros, entre las piernas, salía del suelo una barra que se bifurcaba formando una especie de manillar: él tenía una y yo otra.
Josep tiró de un botón y la hélice empezó a girar, acelerándose paulatinamente. Al poco, la avioneta empezó a moverse y se fue hacia el principio de la pista, para iniciar el despegue. Josep dijo algo por la radio, pero yo estaba en otra cosa.
La pista era como una carretera, aunque no puedo precisar su longitud. La avioneta de Josep se negó desde el principio a ponerse en el sitio correcto, o sea, en el centro de la pista y no había forma de sacarla del arcén. Así inició su carrera pero, aunque iba cogiendo velocidad, no despegaba y, mientras, una tapia que cerraba el fondo de la pista se acercaba angustiosamente a nosotros. Cuando yo acababa de repasar toda mi vida en unos segundos, como dicen que ocurre un instante antes de morir, Josep logró levantar aquel artefacto por encima de la tapia y nos lanzamos al espacio exterior.
—¿Has pasado mucho miedo? —me preguntó el piloto con media sonrisa, volviéndose hacia mí—.
—Hombre, mucho mucho, no. Pero…
—¡ Cómo que no! Si no has respirado desde que arranqué el motor.
—Yo es que no necesito mucho aire —bromeé—.
Efectivamente, ni había respirado ni me había latido el corazón, pero me calmé bastante cuando vi que el rudimentario artilugio volaba con cierta estabilidad por encima de las casas. No creo que fuéramos nunca a más de trescientos o cuatrocientos metros de altura. Rápidamente nos dirigimos al este, hacia la costa.
—Mira, ¿ves este indicador? Esa es la velocidad que llevamos. No puede bajar de noventa kilómetros, porque esa es nuestra velocidad de sustentación. Por debajo de eso, el aparato se cae; así que, cuando vemos que disminuye, tenemos que acelerar o entrar en picado para que aumente.
Jo… qué alegría. Y resulta que íbamos a noventa y pocos, y en todo el vuelo jamás pasamos de cien. Para completar Josep añadió:
—Por cierto, si yo te digo que saltes, salta, abre la puertecilla y salta.
Cuando estás en una situación como la mía, tranquiliza mucho que el piloto te dé buenos consejos. El viaje estaba siendo una delicia. Yo ni disfrutaba del paisaje ni pensaba en otra cosa que en volver y tomar tierra, pero de forma civilizada, sin saltos… ni sobresaltos.
Efectivamente, sobrevolamos el colegio y mi barrio y, cuando llegamos al mar, descendimos tanto que casi nos mojamos y yo pensé «Ojalá saltemos aquí y no en la sierra». Estábamos en mayo, creo, y yo veía mejores perspectivas de salvar el pellejo sobre el agua que sobre la dura roca.
Dimos unas pasadas por la costa, yo con el corazón en un puño y sin articular palabra. Luego dimos la vuelta y nos dirigimos otra vez a Sabadell. Cada bache, cada cambio de sonido del motor, cada ligera disminución de la velocidad era como un pisotón en el pecho que me dejaba sin respiración.
Me venían a la mente las “felicitaciones” de mis amigos. Me habían cogido de pardillo y habían dejado que corriera esta odisea sólo para reírse luego a mi costa. Menudos…
Aunque se me hizo eterno, el vuelo sólo duró una hora o así. Josep, para darme ánimos, me hizo pilotar el aparato durante unos minutos, moviendo con mucho cuidado el manillar, que era como el volante de la avioneta, y mirando siempre que la velocidad se mantuviera.
Con alivio, divisamos de nuevo el aeródromo. Contradiciendo mis temores, el aterrizaje fue relativamente pacífico y, cuando me vi en tierra firme y con todos mis miembros en su sitio, elevé al cielo una silenciosa y agradecida plegaria, la misma que, con el canguelo sufrido en el aire, no pude ni formular por falta de concentración.
Ese fue el último vuelo de aquel aparato. Por lo que sé, ya no pudo renovar los permisos y se fue a la chatarra. Triste, pero obligado final. No me dio tiempo a tomarle cariño, pero me dio algo de lástima, como de los burros viejos.
A la hora de comer, ya estábamos de vuelta en Badalona. Me despedí de Josep, reiterándole mi agradecimiento por una experiencia tan emocionante y tan novedosa; pero no hablamos nada de repetir. Cogí la Vespa, me pasé por la casa de mi novia para tranquilizarla, me abrazó llorando, yo le prometí que nunca me volvería a meter en fregados semejantes y me fui rápidamente a mi piso. Todavía estaban sobre la mesa del comedor, tal como las había dejado, las dos cartas que había escrito la noche anterior. La del juez la rompí sin más; pero la de mi novia, antes de romperla, la abrí y releí las últimas líneas:
«Tenías razón. Nunca debería haber cometido esta locura. He sido un tonto, pero ya no tiene remedio. Intenta ser feliz, cariño. ¿Y sabes una cosa? Mira por dónde, he cumplido mi palabra de quererte hasta el último día de mi vida».