“Barcos de papel” – Capítulo 18 a

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

1.- Un ser despreciable.

No sólo había perdido a Olga ‑quizás para siempre‑, sino que Roser tampoco volvería a mirarme a la cara después del plantón de la tarde anterior. Si supiéramos la humillación que supone no acudir a una cita con una mujer joven, es imposible que nadie pudiera cometer tal desatino. Despreciar a una mujer convierte al hombre en un ser despreciable. ¡Qué noche pasé! Sentía tanta vergüenza por lo ocurrido que decidí llamarla por teléfono.

 

En las situaciones desesperadas, lo mejor es apechugar con el resultado y procurar salir airosos del envite. Meter la cabeza debajo del ala, después de una infamia como la que acababa de cometer, era un disparate además de una torpeza imperdonable. Aunque estaba en ayunas, encendí un cigarrillo y salí al pasillo dispuesto a jugármela. Le pediría disculpas, intentaría explicar una conducta, que no tenía explicación y, si me mandaba a tomar viento, bien merecido lo tenía. De perdidos al río y la mitad de nada es nada ‑pensé‑. Marqué su número de teléfono y esperé la contestación casi sin respirar. Por un momento, creí que nadie lo cogería; pero, después de unos instantes, oí la voz de un hombre, que debía de ser su padre.

—Dígame.

—Buenos días. Quisiera hablar con la señorita Roser Vilanova, por favor.

—Lo siento, pero Roser no se encuentra en casa. Salió esta mañana muy temprano. ¿Quiere que cuando vuelva le dé algún recado de su parte?

—No; muchas gracias. Sólo dígale que ha llamado Alberto Ruiz.

No me atreví a decir nada más. Que fuera lo que Dios quisiera. Aquello, ahora, se ponía feo de verdad; porque, cuando le diera el recado, no iba a ser tan cándida como para llamarme enseguida. ¡Vaya papeleta! Un plantón de varias horas no se olvida con facilidad. Y todo por ceder a las extravagancias de una adolescente, voluble y caprichosa.

Pasé el día en mi habitación, solo y sin noticias. Desde la ventana, veía pasar la procesión que cada tarde, a la misma hora, en silencio y con la cabeza baja, regresaba del trabajo, pensando en sus cosas. La calle se iba iluminando poco a poco y, en las ventanas, se empezaban a encender las pantallas de los televisores. No podía soportar aquella soledad. Me puse ropa limpia, cogí el metro y me fui a La Oveja Negra, a ver si allí me enteraba de algo.

Roser no estaba. Encontré a Reyzábal en compañía de Maite Parera, Carlos Ribas, Dani Sala, Ana Porcel, Mariona Amat, Enric Alsina, y otros tres o cuatro compañeros que había visto alguna vez por allí. Aquella tarde conocí a mosén Xirinac, un cura andrajoso con barba de varias semanas, que vestía pantalones de pana, camisa a cuadros y sólo hablaba en catalán. Noté que había nervios y mucho temor. Me extrañó ver a Xavier Granados, hablando con tanta seguridad. Imaginaba que, después de lo que había dicho unos días antes, estaría camino de Friburgo; pero me pareció más entero que nunca y alentando a los demás; decía que, después de los sucesos ocurridos, hablaría con los del Front para preparar una gran manifestación ante las puertas de la cárcel. Había que conseguir que asistiera el mayor número de estudiantes, obreros y miembros de los sindicatos. La noticia había conmovido a las organizaciones clandestinas y ahora se trataba de movilizar a sus cabecillas. Cuando terminó de hablar, le pregunté a Mariona si sabía alguna cosa de Roser, y fue Granados quien me dio la noticia.

—¿De dónde sales? ¿No te has enterado? Jordi murió ayer a eso de las ocho y media de la tarde. ¿No lo sabías? Quizás debería decir que lo han matado; o, más exactamente, que lo ha asesinado la policía.

No podía creerlo. De repente recuperé toda mi sangre fría y, como en una película, desfilaron por mi mente las escenas vividas la tarde anterior: la cena en Reno, las copas en Bocaccio y la bronca con Olga en la pensión. Sentí un profundo desprecio hacia mí mismo. Mientras yo andaba haciendo el fantasma junto a una gente que despreciaba, Roser se enteraba de la muerte de Jordi. Pero hay que ver lo que son las cosas: a pesar de la desgracia, notaba una irracional alegría interior; porque, en esta ocasión, el azar había jugado a mi favor. ¡Qué providencial coincidencia! Gracias a la muerte de Jordi, Roser nunca sabría que la había dejado plantada para salir con Olga. Era un inconfesable sentimiento, pero agradable y plácido como un sedante.

Ahora lo entendía todo: cuando le comunicaron la tragedia, ella me llamó enseguida para que no acudiera a la cita; pero Olga y yo acabábamos de salir. Por eso, dijo “El Colilla” que había llamado muy apenada, poco después de marcharnos. Es decir, que no tuvo tiempo de llegar a la plaza de la Universidad, gracias a Dios. ¡Vaya peso que acababa de quitarme de encima! Es curioso comprobar nuestra capacidad para menospreciar una tragedia ajena, si así nos evitamos un disgusto. Creo que esa es una clara manifestación de nuestro terrible egoísmo: algo muy preocupante, si se piensa despacio.

—Alberto, ve con cuidado —me aconsejó Dani Sala—. Desde anoche, la policía anda revuelta: ha practicado registros en casa de algunos compañeros. No te arriesgues; te lo digo por tu bien.

—No te preocupes —le contesté muy agradecido—; no tengo más remedio que mantenerme al margen; pero, de todas maneras, agradezco la recomendación.

La intervención de Xirinac no me dejó acabar:

—Yo no tengo nada que perder; voy a sentarme en la puerta de la cárcel y allí estaré hasta que las cosas cambien, me maten a mí también.

¡Qué distintas somos las personas! Al día siguiente, nos enteramos que habían detenido al sacerdote en la puerta de la cárcel. ¡Qué miedo pasé! No me llegaba la camisa al cuerpo.

roan82@gmail.com

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