Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.- Fiesta de disfraces en Finestrelles.
El día de san Silvestre, por la mañana, los pasillos estaban muy concurridos; unos salían hacia las pistas, cargados con los palos y los esquíes, y otros se sentaban en la terraza a tomar el sol, ante una taza de café y con un cigarrillo en la mano. El hotel era una fiesta. En un expositor, en el vestíbulo principal, estaban los premios del Gran Sorteo, que se celebraba, antes de la cena, a beneficio del santuario. Yo tenía tres niños en la cama, con fiebre. El doctor dijo que era cosa del agua demasiado fría, que a veces les ocasionaba ligeras irritaciones de garganta. Les dio unas aspirinas y les dijo que podían pasear por el hotel sin salir a las pistas.
Por la tarde, le pedí a Escudé que asistiera y que invitara a los profesores a nuestro concurso de disfraces. ¡Qué imaginación! Ganó una chica de Sabadell que se vistió de buceadora, con un esquijamamuy ajustado, gafas de esquí y un tubo de goma que no sé de dónde lo sacó. Sólo le faltaban las botellas. Si algún día este libro llega a sus manos, comprobará que aún me acuerdo de ella. Uno de los bastones lo convirtió en fusil de pesca submarina y, en los pies, se puso los guantes de esquiar, a modo de aletas. Escudé fotografió a los concursantes, contó unos chistes muy graciosos y, al final, invitó a los mayores a una copa de cava. ¡Cuántos aplausos! Estábamos tan contentos, cuando, de pronto, se presentó en el salón una camarera, llamándome a voces:
—¡Alberto Ruiz! ¡Alberto Ruiz! Conferencia desde Barcelona.
Dejé a los chicos, me dirigí a recepción y, apenas cogí el auricular, supe que era Olga. No digo que no me alegrara, pero no me esperaba su llamada. La imaginaba como aquella mañana que me despertó el teléfono y ella bajó a cogerlo recién levantada, con el pelo desordenado y un breve pijama que dejaba su ombligo al descubierto. Por unos instantes, me quedé pensativo, sin saber qué responder, como si despertara de un sueño y volviera a la realidad. Me había refugiado, en aquel monasterio, para ahuyentar mi soledad y olvidar aquella relación extraña e incomprensible. Su llamada, sin duda, era para ella sólo una distracción, un detalle caprichoso, producto de la nostalgia que mucha gente vive en estas fechas.
—Hola, hombre de las nieves. ¿Sabes quién soy?
—Estaba charlando con unas amigas —se me ocurrió decirle para presumir, en un intento inútil de darle celos—.
—¿Qué haces? ¿Te diviertes? Ten cuidado con las chicas —dijo tono burlón—, no te vayas a enamorar. ¿Son guapas?
—Sí, son muy guapas, aunque no tanto como tú. ¿Por qué me llamas?
—Quería desearte un Feliz Año Nuevo.
—Muchas gracias. ¿Dónde estás?
—Estoy sola y esta noche no me apetece salir. Oye, si estás ocupado, ya te dejo.
—No, por favor. Me alegra que hayas llamado.
—¿De verdad? A mí también me gusta hablar contigo, cuando no te enfadas. ¿Sabes una cosa? Le he hablado de ti a Luis Santamaría y dice que quiere conocerte.
—¿Conocerme? ¿Para qué?
—Ya te lo contaré cuando vuelvas. ¿Cuándo regresas?
—La víspera de Reyes, por la tarde.
—Espero que alguna vez pienses en mí, cuando te aburras.
—No puedo aburrirme; los chicos me ocupan todo el tiempo.
En aquel momento, precisamente, uno de los chicos mayores vino a decirme que era la hora de ir al comedor.
—Perdona, Olga, no puedo seguir hablando; estoy en recepción y hay gente que espera. Un beso muy fuerte, y no hagas locuras, por favor.
—Hasta pronto, hombre de las nieves. Pórtate bien. Un beso.
Tanto tiempo después, me asombra mi especial actitud para con ella; me dolían sus respuestas esquivas, pero siempre estaba dispuesto a complacerla. Podría decirse que me tenía a su servicio. ¿Qué le habría dicho de mí a Santamaría? ¿Por qué tenía ganas de conocerme? Seguro que se trataba de otro de sus manejos.
Aquella noche, la cena era especial: trucha con salsa de setas, civeto de ciervo y, de postre, tarta de chocolate. Después estuvimos hasta la media noche en el salón Finestrelles, nuestro cuartel general. Poco antes de las doce, apareció Ana Llorens con Escudé y los profesores de la escuela; pidió silencio, miró al reloj y, después de una pausa, empezó a golpear solemnemente una cacerola con el cucharón de la sopa para anunciar la llegada del nuevo año. Todos repetíamos a coro las campanadas. ¡Una! ¡Dos! ¡Tres…! Al terminar, aplaudimos, nos dimos un abrazo y nos deseamos feliz año.
Aquellos años, la estación de Nuria tenía tal reputación que, a los que preferían ir a la Molina, les llamaban “molineros” en tono despectivo. A Nuria acudían, a recibir el Año Nuevo, importantes familias del sur de Francia; grandes empresarios catalanes; políticos y nuevos ricos. Precisamente, aquel año se hospedaba, en el hotel, don Carlos Güell de Sentmenat, presidente de la Diputación de Barcelona. Con toda suntuosidad, se engalanó para la fiesta el salón Nou Creus: manteles de hilo, centros de flores en todas las mesas, guirnaldas de colores, lámparas con lazos rojos y amarillos y un gran abeto natural en el centro. Cuando llevaba a los chicos a sus habitaciones, me crucé, en el pasillo, con señores vestidos de esmoquin para el baile.
Cuando dejé a los chicos, bajé a contemplar el espectáculo. Allí estaba, la familia Fontcuberta, charlando animadamente con los Casanovas, del sector textil; el matrimonio Cahué, pionero en España de la fabricación de aparatos electrónicos y televisores; el delegado de Parker, para España; Severino Rodríguez, dueño de una importante red de agencias de viajes; y una lista interminable de personalidades de la alta sociedad catalana.