El hombre y sus soledades

Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

Interesantes disquisiciones filosóficas de Ramón Quesada en este artículo sobre la soledad, con los pies en tierra desde donde contempla el río revuelto de las veleidades de sus propias dudas. Tras su lectura, podríamos deducir que estamos abocados a la soledad cuando indagamos en lo más profundo de nuestro pensamiento, siendo ella el catalizador en donde se solidifican nuestras convicciones.

En cuanto a las personas, se dice que dos son compañía y tres multitud. Y que si en estos tiempos es difícil reunir a dos hombres para alguna causa, mucho más lo es para ponerlos de acuerdo.

Entonces, ¿el estado del hombre ‑el estado perfecto‑ es el de estar sólo frente a la humanidad, tan necesitada de los hombres? «La soledad y el silencio ‑escribía Tomás Merton‑ me enseñan a amar a mis hermanos por lo que son, no por lo que dicen». Pero, ¿no es grave la soledad? ¿No es infame consejera? ¿Era soledad, o era aislamiento la escondida, la apartada presencia de los santos eremitas del yermo? ¿Estuvieron solos ‑aislados‑ Teodoro, Arsenio, Teófanes en la oculta reconditez de sus celdas claustrales? ¿Es soledad la de los conventos? Creo eso: que no nos entendemos.

El hombre solo, apartado del hombre, cuando piensa, no tiene nada más que su alma entristecida. Para eso, incluso, el alma tiene que estar cuidada; porque, de no estarlo, entonces el dictamen del alma, su susurro a la conciencia, no puede ser más que inestable, indeciso, porque la soledad ha robado la voluntad; queda a conveniencia del pragmatismo físico, somático. ¿Que cómo se cuida el alma? La medicina para el alma es la sosegada reflexión en las cosas y en las causas; y la terapia está en hacer, todos los días, un hueco para el perdón, y en llevar a nuestros labios siempre un instante de Dios; y en un gesto de amor y de sentimientos profundos.

Cuando el alma no está sola, porque es alimentada de bondad y de fe, se puede entrar en ella y en los reinos empíreos, sin llamar; la puerta estará abierta y, al dar con ella en la morada del amor, su saludo será como el saludo a los santos. Claro; que se dice santos; pero santos, santos, sólo son Él y Tú. San Juan de la Cruz ‑ Tú‑ escribió sus mejores versos en la soledad de «la noche dichosa», en la paz de «esos montes y riberas», al amor del Amado en «los valles solitarios, nemorosos». Se entiende. San Juan de la Cruz no necesitó llamar a la morada del amor, porque el amor era Él; y Él le seguía y le esperaba en la soledad de una noche de maitines.

El hombre solo no puede sonreír para nadie; sin embargo, sí que puede llorar para todas las “soledades” y desesperar. Aparte de la de los santos, la soledad del hombre sencillo, o complejo, es un estado del ánimo empobrecido por el aburrimiento, o porque no le asisten la compañía y el estímulo de unas convicciones que no se perfilan, que se afirman turbias, empañadas, aleatorias. También, porque una maraña de sucesos le aíslan de la voluntad de asociarse con el entusiasmo, que se vende a precio asequible.

En sus “soledades”, encontraban animadversión ‑un vacío‑, los poetas de los tiempos. Desde el mayorazgo de Berceo a Lope de Vega, y de Góngora a Antonio Machado y Alberti, los hechos y los versos de los poetas buscan quietudes y pausas para afirmarse a las realidades y a los sentimientos de la concurrencia. En su soledad, san Agustín encontraba una hoguera que le acercaba a Dios. En el retraimiento de los cartujos, están los peldaños por los que trepa, hasta la santidad, el privilegio del ejemplo. Cuando aparece el sol, las soledades de las sombras declinan hasta su fin. Todo, como se ve, es cuestión de que la soledad sea tratada sin angustias, con inestimable voluntad del pensamiento, con el rechazo de lo absurdo; entonces ‑sólo entonces‑, el hombre vencerá a la soledad fertilizando el espíritu.

Hasta para “disfrutar” de la soledad hay que ponerse de acuerdo. Quizás sea posible, en contra del concepto de la opinión, reunir a dos personas y ponerlas de acuerdo hasta morir. Sí; sí que debe de ser fácil llegar a la soledad de la muerte de común acuerdo, cuando se ama. Insólitamente para lo razonable, en Beas de Segura, Victorio Pacheco y Ana Josefa Gómez, matrimonio senil, quedaron de acuerdo para morir. La soledad de ella no resistió la ausencia de él y, en pocas horas, las dos ánimas, las dos voluntades, las dos soledades se reunían de nuevo en los “valles solitarios nemorosos” que hacen paisaje a la otra orilla.

En la soledad más desgarradora, han muerto muchos personajes de nuestra historia. En un arroyo, es encontrado ‑y muerto en el Washington Hospital‑ el novelista Edgar Allan Poe; la fibra de Nicolás Maquiavelo, que había resistido tantas sacudidas, no se sobrepuso a la última, muriendo, el autor de la obra histórico‑política El príncipe, en 1527, y dejando a la familia en la más absoluta indigencia; Quevedo, “hijo de sus obras y padrastro de las ajenas”, termina sus días y sus “travesuras” en el convento de Santo Domingo, al que se traslada para ser cuidado; en la soledad de una esposa que le cuida sin ilusión, como gran parte de sus personajes, muere Honorato de Balzac apenas concluida la tragedia en verso Cromwell; y otro gigante de la literatura universal, León Tolstói, no resiste a su enfermedad y, en la humilde casa del jefe de estación de Astapovo, sin que su esposa Sacha pueda llegar hasta él, es vencido por la pulmonía.

Sin embargo, desde sus soledades y sus silencios, los científicos, los inventores, los filósofos, los poetas, los místicos y los valientes, han conseguido que ese mundo sea habitable. En este caso y por extraño que resulte, las soledades de los hombres han eximido a la propia soledad.

(04‑02‑1991)

 

almagromanuel@gmail.com

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