Por Jesús Ferrer Criado.
La famosa novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa (1980), es el relato de un monje ‑Adso de Melk‑ que, en su ancianidad, nos cuenta su breve pero azarosa estancia (siglo XIV) en una gran abadía de los Apeninos, adonde llegó como novicio de la mano de su mentor, Guillermo de Baskerville, quien debía participar en un debate de la Santa Inquisición.
Nada más llegar, el Abad pone en conocimiento de Guillermo la extraña muerte de un joven monje copista, posiblemente asesinado. En días sucesivos, se producen nuevos y desconcertantes asesinatos. En paralelo a la preparación del debate teológico, se cuenta la minuciosa y perspicaz investigación de Guillermo para descubrir al asesino.
Se trata del bibliotecario Jorge de Burgos (anciano y ciego) que, para proteger un rarísimo texto que se creía desaparecido, a saber, el 2.º libro de la Poética de Aristóteles que trataba de la risa, lo ha envenenado de forma que cualquiera, que toca sus páginas y lo hojea, muere.
Jorge de Burgos es un loco fanático que sostiene que la risa es obra del Maligno; que reír nos asemeja a los monos; y que la risa lleva a burlarse de todo, incluida la fe, y a la pérdida final de ésta. Refuerza su tesis recordando que, en los evangelios, no se refiere que Jesucristo se riera jamás.
(Los lectores que recuerden la novela sabrán corregir lo que falta en este resumen tan sucinto e incompleto y que cito de memoria).
El celosísimo bibliotecario defiende la religión a su manera y, en su fanático empeño, no duda en cargarse a sus hermanos de convento. Lo que importa advertir aquí es cómo, en cuestiones religiosas, las risas y las burlas pueden ser muy mal recibidas y causar dolorosas desgracias.
En el Antiguo Testamento (2 Reyes, 2, 23‑24) se lee:
«De Jericó, Eliseo fue a Betel. Según iba por el camino, unos chiquillos salieron de la ciudad y se pusieron a hacerle burla. Le decían:
—¡ Sube, calvo! ¡Sube, calvo!
Él se volvió, los miró y los maldijo en el nombre del Señor. Entonces salieron del monte dos osas y despedazaron a cuarenta y dos de aquellos chiquillos».
Eliseo era un profeta, discípulo y sucesor del profeta Elías y su nombre significa ‘Dios ha ayudado’ (encima eso). Supongo que la mayoría de los profetas eran hombres de oración, gente pacífica e incluso bondadosa, pero es obvio que los pobres niños se equivocaron de profeta y se toparon con el que no.
Nada añade la Biblia sobre un suceso tan terrible que seguro tuvo consecuencias; pero queda claro que el tal Eliseo tenía poca correa y no era muy partidario del rollito grasioso a costa de él; un profeta que, según parece, tenía hilo directo con Dios.
Aunque, normalmente, nuestras reacciones no son de ese calibre, hay que reconocer que, cuando las risas se producen a costa nuestra, nos hacen poca gracia, aunque disimulemos para evitar males mayores.
Actualmente, la risa es un gran negocio. Hay numerosas revistas, películas, libros, comedias, programas de televisión… que se dedican a producirnos risa por un precio y, de esa producción, viven miles y miles de personas, algunas muy bien.
La sátira, como sabemos, es una creación muy antigua y solemos aplaudirla cuando la víctima nos cae mal. Y, si nos cae realmente mal, no tenemos miramientos. Puede ser una burla cruel o incluso un sarcasmo; disfrutaremos más cuanto más duela. Es la condición humana, aunque muchos no nos sintamos especialmente orgullosos de esa cualidad.
El Evangelio de San Mateo (27, 27 y ss) cuenta las burlas de los soldados mientras crucifican a Jesús y añade: «Y lo mismo los jefes de los sacerdotes, junto con los maestros de la ley y los ancianos, se burlaban de él…» Y el Señor aguantó mansamente.
Puntualicemos, ya que poco tienen que ver estas burlas sangrientas, que ponen de manifiesto lo peor de nosotros, con las bromas inocentes entre amigos o con la sana alegría de tantas ocasiones donde reímos y nos relajamos alrededor de una mesa o donde sea. Pero, cuando se hace negocio con la risa a costa de otros, sin importarnos el dolor que causamos, no podemos esperar que todo el mundo ponga la otra mejilla, porque a lo mejor no todos son buenos cristianos.
Me viene a la memoria un incidente que ocurrió en la Feria de Almería, hace doce o catorce años. Resulta que, en medio del trajín de gente que se forma por la noche alrededor de las casetas, un muchacho gitano le palpó el trasero a una muchacha. El acompañante de la chica ‑también gitano‑, al darse cuenta, tiró de navaja y se la clavó al gamberro, hiriéndolo seriamente. Cuando un periodista le preguntó al herido cómo se había atrevido a hacerle algo así a la novia de otro gitano, el tipo se excusó diciendo:
—Yo me creía que era paya.
Y debería haber añadido:
—Y como los payos no llevan navajas, la gamberrada me hubiera salido gratis y nos hubiéramos reído del panoli y de su chorba.
Es evidente que el impresentable, en cuestión, se equivocó de víctima y tuvo que lamentar las consecuencias. De haber sabido con quién se jugaba los cuartos, se habría quedado quietecito.
Exactamente igual que los niños de Jericó, podríamos decir que él también se equivocó de profeta.
Y, como todos sabemos, cosas así siguen pasando.